24 de septiembre de 2011

PREFACIO


La pequeña hendija en el margen de la ventana del cuarto de S*** hizo entrar los primeros hálitos viandantes de una húmeda noche del mes de las canciones en el día de sus seis mocedades. Afuera, vagamente, las hojas comenzaban a caer, dejando desnudas a las quejumbrosas ramas de los árboles. Solo el atolondrado aleteo de las carcomas que se estrellaban contra los candiles, el regadío nocturno de las viejas correveidile y uno que otro perro aullando a la luna atizaba la extenuante calma de aquella extraña noche de viernes. S*** trataba de conciliar el sueño, se encontraba infinitamente ansioso pues al día siguiente le iban a celebrar su fiesta de cumpleaños. Se daba vueltas y vueltas sin poder pegar una pestaña. Un total de catorce o quince. Prendió una pequeña lámpara y comenzó a leer, por enésima vez, el último número que había obtenido de la revista Barrabases, el “DEBUT”. Brillante actuación de Torito que volvió locos a los galos. Acabose de leer y seguía sin poder dormir, mientras en su hogar todo el mundo roncaba a pie suelto. Encendió, con volumen mínimo, una vieja radio casette que tenía sobre el velador junto a su cama. Sintonizó, con mucha dificultad, el dial 94.1. Tocaban entonces una canción que le habría de acompañar en el subconsciente durante casi toda su vida, y que a modo Proustiano, le hubo de recordar aquella misteriosa noche muchos años después, cuando su cabello se volvió gris y grasiento en un cuartucho del “Poblado de las luces en el agua”. Es todo –dijo el animador radial –Kurt Cobain ha muerto.
“Jesús no me quiere para un rayo de sol” se llama la canción que el niño escuchaba, y que meses antes, el vocalista del grupo Nirvana, interpretara en una versión acústica en la ciudad de Nueva York, y que provocó aquella noche tardía, al protagonista de esta historia, una angustiante sensación de pesadumbre. Sin más, S*** se estremeció por una brisa que se coló por el canto y se levantó de la cama a mirar por la ventana. Algo en el ambiente estaba raro, extremadamente distinto y confuso. El niño se quedó viendo el panorama a través del cristal. Durante medio minuto casi ni respiró. A lo lejos, en los cerros, más bien, encima de ellos, fijando la vista en el lugar exacto donde se descolgaba una perfecta luna menguante, tuvo una neurálgica visión. “No esperes que llore, no esperes que mienta, no esperes que muera” –clamaba el vocalista de la banda Grunge. Una larga escalera en forma de espiral colgaba del satélite y se perdía detrás de la cumbre del cerro. El chiquillo, consternado, se restregaba bruscamente los ojos. No caía en sí mismo ante lo que se le presentaba a su deschavetado ingenio, y más aún, no podía entender cómo es que una difusa silueta descendía desde la luna misma a través de la enorme escalinata. Muy asustado, volvió a meterse dentro de la cama cubriéndose por completo con las mantas. Se estuvo allí unos momentos, algo agitado y muy atribulado. De pronto unos golpecitos en la ventana lo estremecieron. El mocito, temblando de miedo, asomó su cabeza por encima de las frazadas y corrió levemente la cortina. Un joven, de unos veinte años y con cara de gato mojado, asomaba jadeante por la ventana dando golpes en el vidrio. El niño lo miró detenidamente desde su lecho, mientras el muchacho, desesperado, seguía dando golpes a la ventana. S*** vio en él la cara de auxilio y no sostuvo más de dos segundos la idea de hacerse el loco. Se levantó de la cama, y guardándose el miedo para después, abrió la ventana de su habitación para socorrer al extraño. Una fría ráfaga de viento entró junto con el joven que, al meterse por la lumbrera, enganchó uno de los botones de su roída chaqueta (el que rodó por el techo de zinc hasta la cornisa) en el cerrojo de la ventana. Vestía un traje gris hecho jirones, llevaba puesto un sombrero de ala ancha y zapatos embadurnados de polvo sideral. Tenía un juvenil rostro, los ojos medio mohínos, la piel blanca y tersa (semitransparente), una fina y puntiaguda nariz, los labios color carmesí sobre un mentón levemente pronunciado, iba peinado engominado hacia atrás haciendo honor a una frente del tamaño de un peñasco y a un fruncido ceño entre  delgadas cejas. Había en él, especialmente aquella noche, un gesto dulce, tierno y amable. Era delgaducho, algo esmirriado y de dromedaria figura. Parecía de otro tiempo, no de este, tan odioso, tan vulgar y macabro.

El selenita, como un gazapo a su madriguera, entró al cuarto de S***. Presuroso cerró la ventana y juntó por completo las cortinas. Con sigilo hizo callar al crío, colocando su mano en la boca de este. –Necesito un lugar donde pasar la noche –agregó sin abrirse a las preguntas. S***, pasmado, asintió tímidamente con la cabeza. Dubitativo, caminó hasta el armario y extrajo una colchoneta y un saco de dormir –No te molestes –dijo el selenita –yo me sentaré sobre este taburete –añadió señalando un pequeño sillín junto a la ventana en un rincón del cuarto. De brazos cruzados se atrincheró en la esquina, a menudo observando con cautela a través del cortinaje. El niño, desconcertado, lo miraba con recelo, no sabía que decir ni que hacer, ateniéndose solo a mirarlo concienzudamente mientras el espejuelo sostenía el sombrero alón en sus largos dedos. Pasados algunos minutos y cuando ya la mudez se hacía sorda dentro de esas cuatro paredes, el imberbe desenredó tres palabras:
–Cómo te llamas –le preguntó al forastero.
–Me gustaría poder responder tu pregunta, pero mi cabeza vale una millarada de fatalidades –respondió el selenita. Un incómodo mutismo volvió a reinar durante algunos minutos.
–Seta, puedes llamarme Seta –agregó el extraviado joven de la luna –y tú –le preguntó sin quitar la vista de la vidriera y cegado por el centelleo de la agonizante luna –tienes algún nombre. –A lo que el impetuoso S***, después de recorrer de hito a hito el lugar y fijar la vista en la fotografía de un popular cantante reggae jamaiquino que sostenía una pared de su cuarto, respondió con el seseo propio de un muchacho de su edad –Eze, puedes llamarme Eze.

Aquella inoportuna y doliente noche del segundo viernes del mes de las canciones fue hallado el cuerpo sin vida de Kurt Cobain en el garaje de su casa en Washington. Lejos, muy lejos de ese lugar, en los blocks del líder de la banda que realizó el primer asalto con rehenes, S*** conoció a un extraño muchacho que decía venir de la luna y se apodaba Seta, como la última letra de nuestro abecedario. Y si bien, aquella madrugada se ocultaron sus verdaderos nombres, ambos durmieron sin soñar bajo el mismo techo acogedor. Y bajo un enrarecido cielo color añil oyeron a los gatos maullarle a la constelación de Orión y a sus tres Marías, a los mariposas nocturnas golpetearse contra las luces del alumbrado público y a los perros ladrarle a la moribunda Selene que se descolgaba de los cerros para sostener los techos de zinc y las calaminas de las casas de maciza. Sin decir una palabra, sin hacer pregunta alguna, y callados de que manera fueron dicha veda del segundo viernes del mes de abril, testigos mudos de una sempiterna, desavenida y extraña unión. Y como una dádiva de quien sabe qué mil y una noches, en el día del sexto cumpleaños del protagonista de este embrionario relato, uno y otro encontraron un amigo.