Viernes por la tarde. La casa era un desastre. Jazmín trataba de organizarlo todo. Los niños, la casera, la limpieza, el almuerzo, las cajas, el flete, la mudanza. –Dónde pondré esto, dónde irá aquello –Se decía, vuelta loca, corriendo de un lado para otro empapada de sudor. Todo era un verdadero despelote en el pequeño departamento. El menor lloraba y se daba cabezazos contra el piso, el mediano no le soltaba las faldas, mientras el mayor auscultaba cada rincón de la casa buscando el báculo de Donatello. Ya no daba más cuando la llamó Rosa, su madre, por teléfono y le dijo –Tu papá quiere ir a la tarde a buscar a los niños para traerlos a la casa por el fin de semana –Por un momento se generó un incómodo silencio. Sin embargo, aquellas palabras sonaron como el eco de un profundo alivio en la muchacha –Sí, dile que venga nomás. Y cuanto antes mejor. –Otra cosa, asumo que sabes que voy a estar de cumpleaños –agregó la madre con una suerte de simpatía imperiosa –a lo que Jazmín le contestó –Sí mamá, si lo recuerdo, es este sábado, pero dudo que pueda ir a verte. El cambio de casa me tiene un tanto histérica,… pero el domingo iré con el Vicente a buscar a los niños y tomamos once juntas –selló en seco ante las eventuales demandas que sabía, era incapaz de atender. Jazmín le dio el almuerzo a sus chicuelos, hizo dormir al más pequeño, que se había adornado la frente con un chichón, y organizó las mochilas de los dos mayores. Ninguno muy convencido del trámite. Uno porque prefería quedarse con su madre o sus abuelos paternos, y el otro porque no encontraba el preciado adminículo de su tortuga ninja. Afuera las afiladas dagas de un invierno inminente comenzaban a dar cuchilladas a los paseantes. Hacía un día gris bajo un cielo cargado de nubes negras. A eso de las seis, y ya con las calles todas alumbradas por la luminaria pública, el abuelo tocó la puerta. La hija lo hizo pasar al living. Le ofreció un vaso de cerveza de malta tibia y un sitio donde sentarse. La rutina de costumbre. Cómo están todos en la casa, mis hermanos, mi madre. Nada del otro mundo. Más que conversación, aquello parecía tan solo un intercambio de escuetas palabras. Callados, de no ser por el televisor encendido que daba las buenas nuevas: Anuncios sobre el aumento del salario mínimo a 71.400 pesos. Entonces, movida por la contingencia, Jazmín preguntaba ¿Cómo va el trabajo? –Bien, bien, todo bien, Don Charly se porta a la altura –respondía el padre secando su vaso de malta de un solo trago.
“Las relaciones padre-hijo siempre son difíciles de entender, lo digo como un simple y presunto escritor y sin formar parte de los hechos narrados. No elegimos nuestros padres, y otras veces nos son impuestos de manera torpe y arbitraria, en muchos casos por la ley. Pero dado el caso, nos queda la marca de llevar un apellido que solo nos dice que somos un poco menos huachos que sin él, y que tenemos la obligación cierta de tener que ir a los funerales de quien firmara un documento legal que acredita que somos sus hijos. Jazmín no es hija de Rolando, bautizado así por el viejo Rosamel, su padre, en homenaje a su gran amigo, el poeta puntarenense Rolando Cárdenas. Pero extrañamente, Rolando es el abuelo de sus pequeños rufianes. Y claro, ellos siempre lo han visto como tal. En especial S***, quien, aunque no es muy dado a ningún tipo de apego familiar, congraciaba bastante con aquel viejo gordinflón, de ojos rasgados, nariz de troll, cabellos crespos, bronceado de cantina, manos ferroviarias y olor a colonia old spice mezclada con cerveza. Imagino que ha de haber sido por las invitaciones a la fuente de soda, dónde solía comerse un completo y tomarse una bebida pap mientras su abuelo se zarandeaba con cristales de medio litro, o quizá los billetes de mil pesos que le obsequiaba por el mero gusto de caerle bien y no saber de qué otra forma agradarle, o simplemente un recuerdo lejano, como las aspas de un molino manchego en los tiempos de Cervantes, que invadía la cabeza del muchacho con fotografías que le contaban entre polaroid y fuji-color, que los primeros años de su vida había vivido con él. Quizá por eso, y aunque seguía enfadado por haber perdido la preciada arma de su tortuga, no le molestaba en lo más mínimo la idea de ir un fin de semana a la casa de sus abuelos pues, de todos los familiares que rondaban su insignificante vida, aparte de su madre y sus hermanos, solo ellos y su madrina le producían un sentimiento, aunque minúsculo, de cariño, que claro está, jamás supo cómo retribuir”.
Jazmín puso una gruesa parka y una cargada y pesada mochila en la espalda de S***. Una más pequeña a Joaquín, la que trataba de sostener dificultosamente con movimientos lentos y torpes. Su abuelo la tomó en su lugar. La mujer volvió a sacudir las cabecitas de sus hijos, que apenas y dejaban ver sus ojos tras el pasamontañas. Otro encargo papá –añadió la muchacha –Porque a pesar de todo, Jazmín se había acostumbrado a calificar a aquel hombre rechoncho y de expresión campechana, con ese adjetivo –Los remedios del niño, por favor, que no se les olvide dárselos –dijo entregándole, como un valor añadido y ultramente inapreciable, un bolso de mano con las medicinas de S*** a Rolando. Así con una temperatura que oscilaba entre los 3 y 4 grados Celsius, Rolo, como le decían sus amigos, se alejó por el largo pasillo del block 20 junto a sus dos nietos mayores. S*** volteó un instante a ver a su madre que los seguía con la mirada desde el canto de la puerta, aguantando en un largo suspiro de alivio entrecortado, el relajo que le producía que sus hijos se ausentaran durante los días de mudanza. De cierta forma, la muchacha confiaba en aquel hombre que a los ocho años emigró a Santiago junto a su familia desde la remota y fría ciudad de Punta Arenas. Antes de bajar la escalera, S*** volvió a mirar hacia atrás aquel pasillo infinito que resguardara los recuerdos de cinco años de confusa niñez, ahora guardada en medio de renglones y cuartillas polvorientas. Sería la última vez que lo haría. Dos días después, por disposiciones médicas, tanto para el niño como para los nervios de la madre, que debía soportar tardes enteras imaginando que sus pequeños se arrojaban desde el cuarto piso, avecindarían otro barrio. El niño sonrió mientras bajaban, algo en el aire le decía que iba a llover, quizá el viento septentrional, ese viento enrarecido que venía del norte tirado por un carro de bueyes.
***
Luego de una hora de viaje llegaron a la Estación Central, agobiados, sobre todo Joaco, por el saturado microbús. Las manecillas del reloj precisaban con halagos de péndulo que eran las ocho de la noche. –Quieren comer algo –preguntó el abuelo con voz seca y la lengua salivosa –a lo que los pillines con pasamontañas respondieron lo obvio que habría de responder quien quiere ser agasajado. Pasaron a una fuente de soda de la calle Exposición. Un rumor de gentes y obreros que terminan las labores los envolvió en sus resuellos de faenas terminadas. A ver, qué quieren comer –añadió Rolando. El pequeño de piel trigueña, henchidas mejillas, profundos ojos color caramelo, cabello ondeado castaño con tintes cobrizos, enormes pestañas y sonrisa de monaguillo, se conformó con un churrasco italiano y una bebida Fanta. Su hermano, disque protagonista de esta historia, pidió un completo dinámico con una bebida de papaya. El abuelo, un sándwich de carne mechada y una pilsener de tres cuartos. Se sentaron a la mesa. Fueron atendidos por una mujer de mohines danzantes y exageradas caderas. Los pequeños dejaron ver sus caras coloradas debajo de sus gorros de lana y se dispusieron a devorar, con movimientos atolondrados, sus meriendas. El menor no fue capaz de comerlo todo y decidió llevar a casa lo que no le alcanzó a dar al piso y a la mesa. Salieron del garito y caminaron al paseo comercial del terminal de buses San Borja. Recorrieron las vitrinas una a una. Rolando buscaba, a última hora, un obsequio para su mujer. Estilizados maniquíes, vistosas vidrieras y diversos escaparates llamaban la atención de los niños. Se detuvieron en en un puesto de bisuterías, y con un gusto de paisano-chino, Rolando compró de un cuanto hay en falsas alhajas, adornos de mesa y ropas siempre a la moda para la dama. Avance de temporada. Transó con todo. Y conforme con el paquete que lo haría quedar como un rey, siguieron caminando por el centro de comercio hasta que S***, con cara de niño ilusionado y ansioso, se detuvo frente a un flameante maestro Splinter que adornaba la vitrina de un puesto de juguetes. Rolando se devolvió hacia a él. Y sin mirar los ostentosos precios le preguntó ¿Cuál te gusta? –y el chico, haciéndose el incrédulo, señaló con el dedo a la rata experta en artes marciales y padre de las tortugas ninja. Por su parte, Quino también se quedó mirando la vitrina con minucia. –Y a ti –le preguntó dirigiéndose al más pequeño, que ya apuntaba a un guerrero de color rojo, miembro de la pandilla de los Power Rangers. Volvió a transar. Contentos los niños, por no poder decir menos que dichosos, con sus añorados juguetes, y contento también Rolando, por haber complacido a sus nietos con algo que a su bolsillo no le significó más que unos cuantos billetes, y por llevar entre sus brazos un regalo, que según él, ingenuo y mal negociante, haría feliz a Rosa, su mujer, que cumplía la suma de no menospreciables 50 años, siguieron caminando hasta el terminal. Esperaban la micro cuando de pronto se les acercó un desdentado y sucio vagabundo. –Una monedita pa un pancito –decía balbuceante dirigiéndose a Rolando, quien tomó de las manos a sus nietos y se alejó con esa expresión propia de desconfianza que tienen los adultos que ya han vivido mucho. Pero el pequeño Joaco, dado a las personas, amable y de buen corazón, se zafó de la mano de su abuelo y fue corriendo hasta el mendigo a darle el churrasco que no había podido comer en la fuente de soda. El viejo, podrido en sus colores de taberna sucia y maloliente de la calle Borja, le sonrió agradecido, aunque cínico, al pequeño benefactor. En el fondo habría preferido una moneda para comprar la petaca de ron, de coñac o cacao que le ayudaría a entibiar la fría noche. El reloj iluminado de la estructura parisina marcaba exactamente las diez de la noche cuando tomaron la micro camino Melipilla. Se sentaron en los últimos asientos. El pequeño se acurrucó en las piernas de su abuelo y antes que el microbús partiera se durmió plácidamente. S***, junto a la ventana, se clavó con el paisaje. A poco de andar le llamó profundamente la atención aquel lugar indecente y mefítico que era la calle Borja. Una vieja calleja de adoquines en cuyas veredas pernoctaban borrachos, mendigos y tahúres sin hogar que avivaban fogatas con desperdicios de animales muertos. Barrio, menos que peligroso, y cuya herencia de prostíbulos infectados de sífilis y gonorreas azuzadas por las cuecas de los rotos de la Estación Central, empapaba el ambiente de una podredumbre sacada de alguna crónica de Joaquín Edwards Bello. A ruedo de camino, S*** continuó apreciando el paisaje. El aeropuerto de Cerrillos atrajo su atención, ciertamente por un helicóptero de guerra y la imitación de un F-5. Las flores de la virgen del Carmen y su votivo templo de tan solo una pieza. La empresa de gas y la laguna como espejo que volteaba el planeta. La ciudad satélite y todas sus casas gemelas. El restaurant “La carreta” y el bisbiseo de fiesta que aullaba desde adentro. Hasta que finalmente, luego de casi una hora de viaje, llegaron a Padre Hurtado. Bajaron de la micro y caminaron a casa soñolientos. La tía Begonia los sorprendió llegar mientras aguantaba el quicio de la puerta de entrada junto a una amiga. En seguida abrazó a sus sobrinos zarandeándolos con besos y mimos que S*** evadía. Tras la puerta había un amplio antejardín que los niños, por la oscuridad de la noche no pudieron avizorar. Entraron. Dentro, un piso de madera relucía bajo sus pies, alguien se había esmerado bruñéndolo. Rosa aguardaba en un diván de mimbre, viendo un programa de TV, a su esposo y nietos. Se levantó y los saludó afectuosamente, menos a su marido a quien dijo –Mira a la hora que veni’ llegando, no vei’ el frío que hace pa’los niños –a lo que el ya más despierto Quino, sin que nadie le preguntase, clamó –es que pasamos a comernos un churrasco y a comprar su regalo de cumpleaños. Rosa le dio unas severas miradas a su esposo. Rolando solo atinó a entregarle el paquete que tan desmañadamente sostenía en sus manos y añadió dulcemente, ante la mirada atónita de los presentes y de sus hijos Armando y Silene que ya se habían apostado bajo el dintel de la puerta de su habitación a escuchar los versos de Barquero que su padre, cual fuera un quinceañero, recitaba a su mujer cada cumpleaños.
“Así es mi compañera. La he tomado de entre los rostros pobres con su pureza de madera sin pintar, y sin preguntar por sus padres porque es joven, y la juventud es eterna, sin averiguar donde vive porque es sana, y la salud es infinita como el agua, y sin saber cuál es su nombre porque es bella, y la belleza no ha sido bautizada”…
¡Bravo! –aplaudieron todos a rabiar cuando Rolando hubo terminado su declamación. Rosa ni se inmutó y de malagana recibió el paquete y ofrendó un esquivo beso a su esposo, diciéndole –y andabai tomando,… y encima con tus nietos –que falto de respeto eres, debería darte vergüenza –sentenció la mujer y caminó hacia la cocina seguida de su resignado esposo. En ese momento entró Begonia, y desde el canto de la puerta hizo a sus hermanos un ademán de interrogación. –Te la perdiste –le dijo Armando mientras sacudía las cabezas de sus sobrinos en señal de saludo. La muchacha, que un secreto ocultaba bajo el vientre, volvió a salir. Silene tomó las cosas de los pequeños visitantes y las llevó a su habitación. Los niños la siguieron. Era un cuarto espacioso, tenía un camarote de dos pisos y otra cama para las visitas. S*** se recostó en ella durante un momento. Era un catre bastante cómodo. Luego miró a su alrededor. Curioso. Llamó su atención el cobertor de lana rojo, el enorme televisor de 21 pulgadas, el reproductor de VHS, el afiche de un grupo juvenil, pero principalmente, un póster gigante del equipo de Colo-Colo 1991. Arriba de izquierda a derecha. Daniel Morón, Miguel Ramírez, Lizardo Garrido, Gabriel Mendoza y Javier Margas. Abajo de derecha a izquierda. Jaime Pizarro, Eduardo Vilches, Marcelo Barticciotto, Luis Párez, Rubén Martínez y Patricio Yáñez. Rosa los llamó a comer. Les dio una leche caliente con cola-cao y un trozo de queque horneado durante la tarde para la ocasión. Todos se sentaron a la mesa con entusiasmo. Rolando aguaitaba en la cabecera bebiendo cerveza en un Schopero (que le obsequiaron cuando era empleado de las Cervecerías Unidas), Rosa tomaba un té con canela, Armando sorbeteaba, en el platillo de la taza, un café con leche y Silene un té con menta. El queque lo horneó Begonia quien, al cabo de un rato volvió a entrar a la casa –traje las películas –dijo sonriente y con una expresión de sincera cordialidad, mientras rauda cerraba la puerta para que el calor de la estufa a parafina no escapara de la casa. –A ver cuáles trajiste –preguntó Silene, pero Armando se le adelantó a la muchacha y acaparó todos los VHS –Mala, mala, fome, ya la vi, fome, mala –decía mientras miraba los videocassettes –trajiste puras leseras –sentenció el fanático de los filmes de Bruce Lee y de Jacquie Chan, dejando a un lado los videos. –Son para los niños –prorrumpió Begoña, mientras S*** les echaba una mirada. Eran películas de Disney y ya las habían visto todas. Acabaron de comer y, rendidos por el cansancio de la semana, los niños se acostaron a ver, por quincuagésima vez, El rey León. S*** se recostó, a solas, en la cama de la colcha roja dispuesta para las visitas y Joaquín se abrigó junto a su tía Silene en la cama baja del camarote. Rosa entró al cuarto a darle las buenas noches y los medicamentos a su nieto mayor. Durante un rato se entretuvieron con las alegorías y ocurrencias del suricato y su gordo amigo jabalí, pero a la mitad del filme, ambos niños se durmieron como lirones.
S*** tuvo un extraño sueño: “Se encontraba a solas en la casa de sus abuelos. La casa era fría y obscura. La madera crujía y las esquinas estaban llenas de telarañas. Un sentimiento de poderosa angustia lo embargaba. Abrió la puerta de entrada y se detuvo en medio de las jambas. Afuera, el antejardín había sido invadido por la mala hierba y la maleza. Adelfas y veneno por todos lados. Entonces oyó un ruido ensordecedor, como el silbido de una locomotora, pero mucho más agudo y desagradable. Eran graznidos. Uno a uno, comenzaron a entrar a la casa cientos de empenachados gansos. Alados, terribles y hambrientos. S*** no sabía qué hacer. De pronto la casa comenzó a hacerse pequeña y el patio cada vez más grande y repleto de plumas blancas de las aves majaderas. Al final del patio pudo identificar una silueta. Trató de gritarle y pedirle ayuda pero no podía ser escuchado. No le salía la voz. Era inútil. La silueta comenzó a alejarse y desapareció cegada por una luz ambarina. Entonces el ganso más grande atravesaba la puerta y le comía la lengua al chiquillo”. Despertó sudando frío y muy apesadumbrado. En la casa todos dormían. No se oía nada salvo los hilarantes ronquidos de su abuelo. Todo a obscuras. El chico se aferró fuertemente a la almohada, rezó un “Ángel de la guarda”, un “Padre nuestro” y un “Ave María” e intentó volver a dormir.
***
Al día siguiente ya todo el mundo estaba en pie cuando S*** despertó. Begonia aseaba la casa al son de la cantante Marisela, y al verlo mudo y quieto bajo el quicio de la puerta, demudó en un afectuoso saludo. El chico se asomó al patio trasero y vio a Rolando limpiando la parrilla bajo un parrón, unos metros más allá fijó la vista en Armando que dominaba una pelota de fútbol. Una, dos, ciento cincuenta veces ante un boquiabierto muchacho. En ese momento Rosa, Silene y Joaquín llegaron de la feria con un carro lleno de frutas y verduras. Las nubes del día anterior no habían disipado y amenazaban con dejar caer un aluvión de cuarenta días, y de paso arruinar la celebración. Rosa se dispuso a cocinar una cazuela. S*** salió al patio, movido por el ardiente deseo de chutear la pelota, Armando lo entendió así, y apenas lo vio asomarse en la logia le mandó un pase que el muchacho respondió sin éxito. –A ver, mira –le dijo su tío Armando acercándose a un avergonzado S*** que había mandado el balón a cualquier parte –si primero controlas y luego le das con el borde interno –le decía señalándole con la palma de la mano esa parte del pie –la pelota tomará el rumbo que tu le des. –Llévalo para atrás –agregó Rolando, que bajo el templo de Baco ornamentaba el quincho para la fiesta –ven vamos –le dijo Armando tomándolo del hombro y guiándolo por un pequeño sendero de jardinería recubierto de ligustrinas, jazmines, rosales y algunos árboles frutales. Al final de la senda había una muralla de madera con una puerta de latón en el centro. Armando la abrió y tal fue la sorpresa de S*** que se quedó impávido durante algunos segundos. Una pequeña cancha de fútbol coloreaba de verde el patio posterior. Jugaron durante largo rato. El tío y el sobrino, dialogando en la lengua universal del deporte rey. Armando trataba de enseñarle algunos trucos a S***, que pese a su entusiasmo no lograba darle bien a la bola. Entretanto le hablaba de Maradona, de O’ rei, del Chino Caszely, de Don Elías, del Chamaco Valdés, del Diablo Echeverri, del Cabezón Espina, del Coto Sierra, de Bam Bam y del Matador. Al rato fueron llamados a almorzar. La cazuela estaba para chuparse los bigotes. Todos aplaudieron a la celebrada mujer e hicieron un brindis por su cumpleaños. A eso de las cinco de la tarde comenzaron a llegar los invitados, y antes de la siete la casa estaba repleta de familiares hambrientos y amigotes con sed. Adultos, jóvenes, adolescentes y niños habían invadido el que hasta entonces le parecía un sitio tranquilo a S***, quien atormentado por los pellizcos, zarandeos, sacudidas, besos y abrazos de sus irrespirables parientes, corrió a esconderse al fondo del patio a un pequeño rincón albergado por una sombría higuera. Largo rato estuvo allí, aguantando el ruido extrapolar que venía desde el patio anterior y las risas coléricas y desagradables de la jarana. Por un momento deseó con todas sus fuerzas que la lluvia aguantada por las nubes de pronto cayera como un diluvio sobre las cabezas satíricas de sus parientes lejanos y los compinches de la casa, y se llevara lejos, muy lejos la fiesta. Pero las nubes, que no tardaron en embriagarse al igual que todos en la verbena, no querían, todavía, dejar caer el chaparrón. Entonces sintió el rechinar de la puerta y el susurro de unos niños que jugaban a esconderse. Eran sus primos, a los que apenas había saludado por cortesía. Uno de ellos, el buscador, lo vio hincado bajo la chumbera y le preguntó si acaso estaba jugando. Este negó con la cabeza, por lo que su intrépido primo paró el juego diciendo –pajarito nuevo la lleva –y S***, acorralado por la presión de la tropa, se vio obligado a jugar con ellos. Así, en medio del gentío festero y el exquisito olor a carne asada que comenzaba a aromar sus narices, S*** comenzó la cuenta bajo un limonero del antejardín, mientras el resto de los muchachos daban rienda suelta a su imaginación y suspicacia en busca del mejor escondite. –Salí –dijo en tono apenas perceptible el tímido muchacho. En vela la noche se pasó volando. La casa era un bullicio tremendo. Todos reían, comían, bebían y cantaban. El trencito zarandeaba los rincones de la casa al ritmo pegajoso de la ranchera y de la cumbia. Entonces comenzaron los espectáculos. Los primeros en salir fueron los niños más pequeños, todos a excepción de S***, quien ya había hecho un esfuerzo sobrehumano para superar la timidez jugando a las escondidas. Su misión, pintados de payaso, era contar chistes vulgares y subidos de tono que ya todo el mundo conocía, pero que de igual forma los seguían haciendo reír. Después los quinceañeros se aventuraron con un baile a lo “New Kids on the block”. Le siguió el show de un matrimonio, quienes imitaron al dúo Pimpinela. Aquello fue lejos lo más cómico de la noche, ver a la pareja, medio en serio medio en broma, revolcarse en el piso tomados de los pelos hizo a Rosa orinarse de la risa. Por último Rolando, que dejó guardados sus ademanes de poeta e hizo salir al hombre espectáculo y transformista que llevaba dentro, junto a uno de sus hermanos, se mandó un montaje a lo Tía Carlina. Ambos aparecieron en el living vestidos de mujer, con enaguas blancas, vestidos floreados, cartera al hombro, calcetines en los senos y pintarrajeados como travestis, coreografiando a Gipsy King. Aquello, más que cómico era chocante, al menos para los niños como S***. El resto de los invitados lo disfrutó y celebraba la gracia azuzando a los bailarines con las palmas. Se divertían bastante. Después vino lo peor. La hora del romanticismo cursi y la melancolía propia de los borrachos que daban discursos inentendibles y poco elocuentes en honor a la festejada. Un llanterío típico de estas fiestas. La batahola era completa. Botellas vacías, rostros apestados, rancios, miasmáticos, odres de cantina. Un vertedero de dipsómanos. Nada de ejemplos, ni mucho menos, valores. Y lo peor de todo, nadie quería irse a dormir, y claro, de haber querido alguien hacerlo, le habría resultado imposible con aquella loca algarabía. Que siga la fiesta y el despilfarro de los viejos chispos. Papás, tíos, amigos y conocidos agasajando a los niños y adolescentes con dinero. –Tome ahí tiene una luquita, una quina, una gambita,… tome pues, no sea leso, tome, vaya, eso, eso,… saque a bailar a la tía –decían balbuceando y aplaudiendo a destiempo con las manos, mientras sus sobrinos los iban dejando sin niuno en los bolsillos. Hasta S***, aunque no quiso bailar, recibió un pequeño incentivo de su abuelo. Dos Luquitas. A eso de las dos, y preso de un malestar insoportable se fue a dormir. O al menos a intentarlo. Uno a uno los niños también se iban rindiendo a los brazos de Morfeo, mientras los adultos seguían comiendo y bebiendo como si el mundo fuese a acabarse. Festejaron hasta altas horas de la madruga. El saldo de la comilona: 8 kilos de costillar de cerdo, 8 kilos de lomo liso, 6 kilos de sobrecostilla, 6 kilos de longaniza, 4 kilos de trutros de pollo, 4 kilos de prieta, 4 kilos de ubre. El saldo de la tomatera: 3 javas de cerveza, 12 botellas de vino, 8 botellas de pisco, 4 botellas de coñac y unas 20 botellas de bebida. Salvo los niños y Begoña, por razones ocultas, no hubo nadie que no se acostara completamente borracho. Hasta las nubes estaban ebrias.
***
A la mañana siguiente, parecía como si un huracán hubiese asolado la casa. Estaba todo desparramado y patas para arriba. Las mujeres, amenazadas por la jaqueca, trataban de recomponer el lugar, mientras los hombres intentaban mejorar la caña bebiendo cerveza con limón y sal. La mayoría se había pasado a vuelta. Rolando encendió el fuego para hacer otro asado. Los niños fueron al patio trasero a jugar a la pelota y las niñas miraban por la tele un reportaje de los Backstreet Boys. El cielo seguía amenazante de lluvia. Pasada una hora la pichanga tuvo que terminar, no por cansancio ni por aburrimiento de los chicos, sino que por un pequeño accidente. Resulta que en un córner, un extraviado y mal ubicado S*** chocó con uno de sus primos mayores y fue a parar de cabeza contra la pared. Resultado: Un tajo, de al menos tres centímetros, en la mollera. Nada serio. No obstante, lo hizo derramar la suficiente sangre para palidecer aún más su blanquecino rostro, e hizo creer a Silene que su sobrino se iba a morir desangrado. Pero no fue así. Nada más tuvo que aguantar un ungüento que le puso su madrina y un leve ardor en la cabeza durante un par de días. No quiso el parche. Se sentaron a la mesa con bríos de boxeador en el décimo quinto asalto. La sangre les espantó hasta las ganas de comer. A eso de las cuatro, las visitas comenzaron a irse. Y por fin, a eso de las cinco, la casa volvió a estar silente. S*** se retrepó en un sillón, algo adolorido por el golpe, pero conforme con su desempeño en el partido. Desde aquel día sintió un extraño apego hacia el deporte rey. Quería jugarlo. No solo leerlo en historietas. En el resto de la casa todos se volcaron a dormir una merecida siesta. El chico se quedó a solas en el living, contemplando un cuadro colgado en la pared, en el que perros, gatos y ratones jugaban a los naipes detrás de una densa cortina de humo. Cosa que le parecía poco menos que descabellada. Y en este punto quisiera detenerme y sugerir a mi leal lector que ponga atención en dicho cuadro. De momento, solo eso, que recuerde al bulldog jugando cartas con una pandilla de ratas.
Dos horas después llegaron Jazmín y Vicente a buscar a sus hijos. Venían en el Renault color blanco de la empresa del padre de S***. Con caras de lasitud, y muy ojerosos por el trasnoche, Rolando y Rosa salieron a recibirlos. Lo mismo hizo Armando, Silene y Begonia, contentos de ver, después de tanto tiempo, a su hermana mayor. El pequeño Joaquín, que ya daba muestras de extrañar a sus padres, en especial a su madre, se abalanzó sobre ella como un canguro dentro de su bolsa. S***, en su habitual humor y de malagana, también los saludó. Rosa preparó la once. Más aletargada que amena. Como de día domingo. Jazmín le obsequió un lindo sweater de lana a su madre. Se sentaron a la mesa. S***, imitando a sus tíos, quiso beberse la leche en el platillo. Hecho que le propinó una severa llamada de atención de su padre y un incómodo malestar a los presentes. En la sobremesa hablaron de temas triviales. El cambio de casa, la escuela, los niños, el trabajo. En este último tema, Vicente puso especial énfasis. La verdad es que aquel hombre moreno, de ondeados cabellos grasos, un poco paticorta y vanidoso, no daba puntada sin hilos como se dice vulgarmente. Es decir, algo se traía entre las manos. Luego de un rato, y con apuro, Vicente se levantó de la mesa –Nos vamos –dijo con tono arbitrario a su esposa –se nos hace tarde –agregó con una sonrisa de agrado a Rosa –va a querer que lo lleve a la pega Don Rolando –preguntó a su suegro –Sí claro, déjame echarme una lavadita respondió este. Los niños se despidieron ceremoniosamente, dando las gracias a su abuela y a sus tíos que gustosos les decían –pueden venir a vernos cuando quieran, esta es su casa también. Y fumándose un cigarrillo en el marco de la puerta y continuando la conversación de la once, esperaban a que Rolo estuviera listo. –Apúrate hombre –le chicoteaba los caracoles Rosa a su marido, que echándose colonia en la barbilla recién afeitada, salió presuroso del baño. Subieron al auto. Se despidieron haciendo chaos con la mano. Armando les abrió el portón de salida. Se fueron. S*** miraba la nada a través de la ventana. El viaje de vuelta nunca es el mismo. De vez en cuando se palpaba la herida, procurando que no fuera descubierta. Al cabo de un rato, y sumidos en la tragedia del séptimo día, llegaron al lugar de trabajo de Rolando. Se trataba de un enorme sitio donde aparcaban camiones de una antigua empresa de combustibles, en el que había además, una bomba petrolífera que cargaba los camiones que repartían la gasolina a la bencineras de la ciudad. Todo a cargo de la vigilancia de Rolando. El abuelo se despidió de sus nietos, quienes cortésmente le agradecieron el juguete que le compró a cada uno. Luego se alejaron camino a casa. Todavía les quedaba un largo trecho por recorrer. Avenidas enteras en silencio. –No me habías dicho que tú papá se había cambiado de pega –dijo de pronto Vicente, en tono parco, a Jazmín que le respondió secamente –No creí que pudiera ser de tu interés. El estrés del fin de semana la había saturado. De camino a ese lugar desconocido que iba a ser su nueva casa, los niños pequeños iban dormitando. S*** se fue pensando en lo poco que sabía de sus abuelos. Un lomotoro los hizo saltar. Los pequeños abrieron los ojos. Estaban por llegar. Ingresaron a un estrecho pasaje y se detuvieron frente a una rectangular arquitectura de tan solo un piso. Confundidos y ansiosos, sobre todo Joaco, los niños esperaban a que su padre abriera la puerta. Entonces fueron devorados por una cegadora luz azul.