26 de octubre de 2011

QUIEN NO SABE DE ABUELOS

Viernes por la tarde. La casa era un desastre. Jazmín trataba de organizarlo todo. Los niños, la casera, la limpieza, el almuerzo, las cajas, el flete, la mudanza. –Dónde pondré esto, dónde irá aquello –Se decía, vuelta loca, corriendo de un lado para otro empapada de sudor. Todo era un verdadero despelote en el pequeño departamento. El menor lloraba y se daba cabezazos contra el piso, el mediano no le soltaba las faldas, mientras el mayor auscultaba cada rincón de la casa buscando el báculo de Donatello. Ya no daba más cuando la llamó Rosa, su madre, por teléfono y le dijo –Tu papá quiere ir a la tarde a buscar a los niños para traerlos a la casa por el fin de semana –Por un momento se generó un incómodo silencio. Sin embargo, aquellas palabras sonaron como el eco de un profundo alivio en la muchacha –Sí, dile que venga nomás. Y cuanto antes mejor. –Otra cosa, asumo que sabes que voy a estar de cumpleaños –agregó la madre con una suerte de simpatía imperiosa –a lo que Jazmín le contestó –Sí mamá, si lo recuerdo, es este sábado, pero dudo que pueda ir a verte. El cambio de casa me tiene un tanto histérica,… pero el domingo iré con el Vicente a buscar a los niños y tomamos once juntas –selló en seco ante las eventuales demandas que sabía, era incapaz de atender. Jazmín le dio el almuerzo a sus chicuelos, hizo dormir al más pequeño, que se había adornado la frente con un chichón, y organizó las mochilas de los dos mayores. Ninguno muy convencido del trámite. Uno porque prefería quedarse con su madre o sus abuelos paternos, y el otro porque no encontraba el preciado adminículo de su tortuga ninja. Afuera las afiladas dagas de un invierno inminente comenzaban a dar cuchilladas a los paseantes. Hacía un día gris bajo un cielo cargado de nubes negras. A eso de las seis, y ya con las calles todas alumbradas por la luminaria pública, el abuelo tocó la puerta. La hija lo hizo pasar al living. Le ofreció un vaso de cerveza de malta tibia y un sitio donde sentarse. La rutina de costumbre. Cómo están todos en la casa, mis hermanos, mi madre. Nada del otro mundo. Más que conversación, aquello parecía tan solo un intercambio de escuetas palabras. Callados, de no ser por el televisor encendido que daba las buenas nuevas: Anuncios sobre el aumento del salario mínimo a 71.400 pesos. Entonces, movida por la contingencia, Jazmín preguntaba ¿Cómo va el trabajo? –Bien, bien, todo bien, Don Charly se porta a la altura –respondía el padre secando su vaso de malta de un solo trago. 

“Las relaciones padre-hijo siempre son difíciles de entender, lo digo como un simple y presunto escritor y sin formar parte de los hechos narrados. No elegimos nuestros padres, y otras veces nos son impuestos de manera torpe y arbitraria, en muchos casos por la ley. Pero dado el caso, nos queda la marca de llevar un apellido que solo nos dice que somos un poco menos huachos que sin él, y que tenemos la obligación cierta de tener que ir a los funerales de quien firmara un documento legal que acredita que somos sus hijos. Jazmín no es hija de Rolando, bautizado así por el viejo Rosamel, su padre, en homenaje a su gran amigo, el poeta puntarenense Rolando Cárdenas. Pero extrañamente, Rolando es el abuelo de sus pequeños rufianes. Y claro, ellos siempre lo han visto como tal. En especial S***, quien, aunque no es muy dado a ningún tipo de apego familiar, congraciaba bastante con aquel viejo gordinflón, de ojos rasgados, nariz de troll, cabellos crespos, bronceado de cantina, manos ferroviarias y olor a colonia old spice mezclada con cerveza. Imagino que ha de haber sido por las invitaciones a la fuente de soda, dónde solía comerse un completo y tomarse una bebida pap mientras su abuelo se zarandeaba con cristales de medio litro, o quizá los billetes de mil pesos que le obsequiaba por el mero gusto de caerle bien y no saber de qué otra forma agradarle, o simplemente un recuerdo lejano, como las aspas de un molino manchego en los tiempos de Cervantes, que invadía la cabeza del muchacho con fotografías que le contaban entre polaroid y fuji-color, que los primeros años de su vida había vivido con él. Quizá por eso, y aunque seguía enfadado por haber perdido la preciada arma de su tortuga, no le molestaba en lo más mínimo la idea de ir un fin de semana a la casa de sus abuelos pues, de todos los familiares que rondaban su insignificante vida, aparte de su madre y sus hermanos, solo ellos y su madrina le producían un sentimiento, aunque minúsculo, de cariño, que claro está, jamás supo cómo retribuir”.

Jazmín puso una gruesa parka y una cargada y pesada mochila en la espalda de S***. Una más pequeña a Joaquín, la que trataba de sostener dificultosamente con movimientos lentos y torpes. Su abuelo la tomó en su lugar. La mujer volvió a sacudir las cabecitas de sus hijos, que apenas y dejaban ver sus ojos tras el pasamontañas. Otro encargo papá –añadió la muchacha –Porque a pesar de todo, Jazmín se había acostumbrado a calificar a aquel hombre rechoncho y de expresión campechana, con ese adjetivo –Los remedios del niño, por favor, que no se les olvide dárselos –dijo entregándole, como un valor añadido y ultramente inapreciable, un bolso de mano con las medicinas de S*** a Rolando. Así con una temperatura que oscilaba entre los 3 y 4 grados Celsius, Rolo, como le decían sus amigos, se alejó por el largo pasillo del block 20 junto a sus dos nietos mayores. S*** volteó un instante a ver a su madre que los seguía con la mirada desde el canto de la puerta, aguantando en un largo suspiro de alivio entrecortado, el relajo que le producía que sus hijos se ausentaran durante los días de mudanza. De cierta forma, la muchacha confiaba en aquel hombre que a los ocho años emigró a Santiago junto a su familia desde la remota y fría ciudad de Punta Arenas. Antes de bajar la escalera, S*** volvió a mirar hacia atrás aquel pasillo infinito que resguardara los recuerdos de cinco años de confusa niñez, ahora guardada en medio de renglones y cuartillas polvorientas. Sería la última vez que lo haría. Dos días después, por disposiciones médicas, tanto para el niño como para los nervios de la madre, que debía soportar tardes enteras imaginando que sus pequeños se arrojaban desde el cuarto piso, avecindarían otro barrio. El niño sonrió mientras bajaban, algo en el aire le decía que iba a llover, quizá el viento septentrional, ese viento enrarecido que venía del norte tirado por un carro de bueyes.

***

Luego de una hora de viaje llegaron a la Estación Central, agobiados, sobre todo Joaco, por el saturado microbús. Las manecillas del reloj precisaban con halagos de péndulo que eran las ocho de la noche. –Quieren comer algo –preguntó el abuelo con voz seca y la lengua salivosa –a lo que los pillines con pasamontañas respondieron lo obvio que habría de responder quien quiere ser agasajado. Pasaron a una fuente de soda de la calle Exposición. Un rumor de gentes y obreros que terminan las labores los envolvió en sus resuellos de faenas terminadas. A ver, qué quieren comer –añadió Rolando. El pequeño de piel trigueña, henchidas mejillas, profundos ojos color caramelo, cabello ondeado castaño con tintes cobrizos, enormes pestañas y sonrisa de monaguillo, se conformó con un churrasco italiano y una bebida Fanta. Su hermano, disque protagonista de esta historia, pidió un completo dinámico con una bebida de papaya. El abuelo, un sándwich de carne mechada y una pilsener de tres cuartos. Se sentaron a la mesa. Fueron atendidos por una mujer de mohines danzantes y exageradas caderas. Los pequeños dejaron ver sus caras coloradas debajo de sus gorros de lana y se dispusieron a devorar, con movimientos atolondrados, sus meriendas. El menor no fue capaz de comerlo todo y decidió llevar a casa lo que no le alcanzó a dar al piso y a la mesa. Salieron del garito y caminaron al paseo comercial del terminal de buses San Borja. Recorrieron las vitrinas una a una. Rolando buscaba, a última hora, un obsequio para su mujer. Estilizados maniquíes, vistosas vidrieras y diversos escaparates llamaban la atención de los niños. Se detuvieron en en un puesto de bisuterías, y con un gusto de paisano-chino, Rolando compró de un cuanto hay en falsas alhajas, adornos de mesa y ropas siempre a la moda para la dama. Avance de temporada. Transó con todo. Y conforme con el paquete que lo haría quedar como un rey, siguieron caminando por el centro de comercio hasta que S***, con cara de niño ilusionado y ansioso, se detuvo frente a un flameante maestro Splinter que adornaba la vitrina de un puesto de juguetes. Rolando se devolvió hacia a él. Y sin mirar los ostentosos precios le preguntó ¿Cuál te gusta? –y el chico, haciéndose el incrédulo, señaló con el dedo a la rata experta en artes marciales y padre de las tortugas ninja. Por su parte, Quino también se quedó mirando la vitrina con minucia. –Y a ti –le preguntó dirigiéndose al más pequeño, que ya apuntaba a un guerrero de color rojo, miembro de la pandilla de los Power Rangers. Volvió a transar. Contentos los niños, por no poder decir menos que dichosos, con sus añorados juguetes, y contento también Rolando, por haber complacido a sus nietos con algo que a su bolsillo no le significó más que unos cuantos billetes, y por llevar entre sus brazos un regalo, que según él, ingenuo y mal negociante, haría feliz a Rosa, su mujer, que cumplía la suma de no menospreciables 50 años, siguieron caminando hasta el terminal. Esperaban la micro cuando de pronto se les acercó un desdentado y sucio vagabundo. –Una monedita pa un pancito –decía balbuceante dirigiéndose a Rolando, quien tomó de las manos a sus nietos y se alejó con esa expresión propia de desconfianza que tienen los adultos que ya han vivido mucho. Pero el pequeño Joaco, dado a las personas, amable y de buen corazón, se zafó de la mano de su abuelo y fue corriendo hasta el mendigo a darle el churrasco que no había podido comer en la fuente de soda. El viejo, podrido en sus colores de taberna sucia y maloliente de la calle Borja, le sonrió agradecido, aunque cínico, al pequeño benefactor. En el fondo habría preferido una moneda para comprar la petaca de ron, de coñac o cacao que le ayudaría a entibiar la fría noche. El reloj iluminado de la estructura parisina marcaba exactamente las diez de la noche cuando tomaron la micro camino Melipilla. Se sentaron en los últimos asientos. El pequeño se acurrucó en las piernas de su abuelo y antes que el microbús partiera se durmió plácidamente. S***, junto a la ventana, se clavó con el paisaje. A poco de andar le llamó profundamente la atención aquel lugar indecente y mefítico que era la calle Borja. Una vieja calleja de adoquines en cuyas veredas pernoctaban borrachos, mendigos y tahúres sin hogar que avivaban fogatas con desperdicios de animales muertos. Barrio, menos que peligroso, y cuya herencia de prostíbulos infectados de sífilis y gonorreas azuzadas por las cuecas de los rotos de la Estación Central, empapaba el ambiente de una podredumbre sacada de alguna crónica de Joaquín Edwards Bello. A ruedo de camino, S*** continuó apreciando el paisaje. El aeropuerto de Cerrillos atrajo su atención, ciertamente por un helicóptero de guerra y la imitación de un F-5. Las flores de la virgen del Carmen y su votivo templo de tan solo una pieza. La empresa de gas y la laguna como espejo que volteaba el planeta. La ciudad satélite y todas sus casas gemelas. El restaurant “La carreta” y el bisbiseo de fiesta que aullaba desde adentro. Hasta que finalmente, luego de casi una hora de viaje, llegaron a Padre Hurtado. Bajaron de la micro y caminaron a casa soñolientos. La tía Begonia los sorprendió llegar mientras aguantaba el quicio de la puerta de entrada junto a una amiga. En seguida abrazó a sus sobrinos zarandeándolos con besos y mimos que S*** evadía. Tras la puerta había un amplio antejardín que los niños, por la oscuridad de la noche no pudieron avizorar. Entraron. Dentro, un piso de madera relucía bajo sus pies, alguien se había esmerado bruñéndolo. Rosa aguardaba en un diván de mimbre, viendo un programa de TV, a su esposo y nietos. Se levantó y los saludó afectuosamente, menos a su marido a quien dijo –Mira a la hora que veni’ llegando, no vei’ el frío que hace pa’los niños –a lo que el ya más despierto Quino, sin que nadie le preguntase, clamó –es que pasamos a comernos un churrasco y a comprar su regalo de cumpleaños. Rosa le dio unas severas miradas a su esposo. Rolando solo atinó a entregarle el paquete que tan desmañadamente sostenía en sus manos y añadió dulcemente, ante la mirada atónita de los presentes y de sus hijos Armando y Silene que ya se habían apostado bajo el dintel de la puerta de su habitación a escuchar los versos de Barquero que su padre, cual fuera un quinceañero, recitaba a su mujer cada cumpleaños.

“Así es mi compañera. La he tomado de entre los rostros pobres con su pureza de madera sin pintar, y sin preguntar por sus padres porque es joven, y la juventud es eterna, sin averiguar donde vive porque es sana, y la salud es infinita como el agua, y sin saber cuál es su nombre porque es bella, y la belleza no ha sido bautizada”…

¡Bravo! –aplaudieron todos a rabiar cuando Rolando hubo terminado su declamación. Rosa ni se inmutó y de malagana recibió el paquete y ofrendó un esquivo beso a su esposo, diciéndole –y andabai tomando,… y encima con tus nietos –que falto de respeto eres, debería darte vergüenza –sentenció la mujer y caminó hacia la cocina seguida de su resignado esposo. En ese momento entró Begonia, y desde el canto de la puerta hizo a sus hermanos un ademán de interrogación. –Te la perdiste –le dijo Armando mientras sacudía las cabezas de sus sobrinos en señal de saludo. La muchacha, que un secreto ocultaba bajo el vientre, volvió a salir. Silene tomó las cosas de los pequeños visitantes y las llevó a su habitación. Los niños la siguieron. Era un cuarto espacioso, tenía un camarote de dos pisos y otra cama para las visitas. S*** se recostó en ella durante un momento. Era un catre bastante cómodo. Luego miró a su alrededor. Curioso. Llamó su atención el cobertor de lana rojo, el enorme televisor de 21 pulgadas, el reproductor de VHS, el afiche de un grupo juvenil, pero principalmente, un póster gigante del equipo de Colo-Colo 1991. Arriba de izquierda a derecha. Daniel Morón, Miguel Ramírez, Lizardo Garrido, Gabriel Mendoza y Javier Margas. Abajo de derecha a izquierda. Jaime Pizarro, Eduardo Vilches, Marcelo Barticciotto, Luis Párez, Rubén Martínez y Patricio Yáñez. Rosa los llamó a comer. Les dio una leche caliente con cola-cao y un trozo de queque horneado durante la tarde para la ocasión. Todos se sentaron a la mesa con entusiasmo. Rolando aguaitaba en la cabecera bebiendo cerveza en un Schopero (que le obsequiaron cuando era empleado de las Cervecerías Unidas), Rosa tomaba un té con canela, Armando sorbeteaba, en el platillo de la taza, un café con leche y Silene un té con menta. El queque lo horneó Begonia quien, al cabo de un rato volvió a entrar a la casa –traje las películas –dijo sonriente y con una expresión de sincera cordialidad, mientras rauda cerraba la puerta para que el calor de la estufa a parafina no escapara de la casa. –A ver cuáles trajiste –preguntó Silene, pero Armando se le adelantó a la muchacha y acaparó todos los VHS –Mala, mala, fome, ya la vi, fome, mala –decía mientras miraba los videocassettes ­–trajiste puras leseras –sentenció el fanático de los filmes de Bruce Lee y de Jacquie Chan, dejando a un lado los videos. –Son para los niños –prorrumpió Begoña, mientras S*** les echaba una mirada. Eran películas de Disney y ya las habían visto todas. Acabaron de comer y, rendidos por el cansancio de la semana, los niños se acostaron a ver, por quincuagésima vez, El rey León. S*** se recostó, a solas, en la cama de la colcha roja dispuesta para las visitas y Joaquín se abrigó junto a su tía Silene en la cama baja del camarote. Rosa entró al cuarto a darle las buenas noches y los medicamentos a su nieto mayor. Durante un rato se entretuvieron con las alegorías y ocurrencias del suricato y su gordo amigo jabalí, pero a la mitad del filme, ambos niños se durmieron como lirones.

S*** tuvo un extraño sueño: “Se encontraba a solas en la casa de sus abuelos. La casa era fría y obscura. La madera crujía y las esquinas estaban llenas de telarañas. Un sentimiento de poderosa angustia lo embargaba. Abrió la puerta de entrada y se detuvo en medio de las jambas. Afuera, el antejardín había sido invadido por la mala hierba y la maleza. Adelfas y veneno por todos lados. Entonces oyó un ruido ensordecedor, como el silbido de una locomotora, pero mucho más agudo y desagradable. Eran graznidos. Uno a uno, comenzaron a entrar a la casa cientos de empenachados gansos. Alados, terribles y hambrientos. S*** no sabía qué hacer. De pronto la casa comenzó a hacerse pequeña y el patio cada vez más grande y repleto de plumas blancas de las aves majaderas. Al final del patio pudo identificar una silueta. Trató de gritarle y pedirle ayuda pero no podía ser escuchado. No le salía la voz. Era inútil. La silueta comenzó a alejarse y desapareció cegada por una luz ambarina. Entonces el ganso más grande atravesaba la puerta y le comía la lengua al chiquillo”. Despertó sudando frío y muy apesadumbrado. En la casa todos dormían. No se oía nada salvo los hilarantes ronquidos de su abuelo. Todo a obscuras. El chico se aferró fuertemente a la almohada, rezó un “Ángel de la guarda”, un “Padre nuestro” y un “Ave María” e intentó volver a dormir.

***

Al día siguiente ya todo el mundo estaba en pie cuando S*** despertó. Begonia aseaba la casa al son de la cantante Marisela, y al verlo mudo y quieto bajo el quicio de la puerta, demudó en un afectuoso saludo. El chico se asomó al patio trasero y vio a Rolando limpiando la parrilla bajo un parrón, unos metros más allá fijó la vista en Armando que dominaba una pelota de fútbol. Una, dos, ciento cincuenta veces ante un boquiabierto muchacho.  En ese momento Rosa, Silene y Joaquín llegaron de la feria con un carro lleno de frutas y verduras. Las nubes del día anterior no habían disipado y amenazaban con dejar caer un aluvión de cuarenta días, y de paso arruinar la celebración. Rosa se dispuso a cocinar una cazuela. S*** salió al patio, movido por el ardiente deseo de chutear la pelota, Armando lo entendió así, y apenas lo vio asomarse en la logia le mandó un pase que el muchacho respondió sin éxito. –A ver, mira –le dijo su tío Armando acercándose a un avergonzado S*** que había mandado el balón a cualquier parte –si primero controlas y luego le das con el borde interno –le decía señalándole con la palma de la mano esa parte del pie –la pelota tomará el rumbo que tu le des. –Llévalo para atrás –agregó Rolando, que bajo el templo de Baco ornamentaba el quincho para la fiesta –ven vamos –le dijo Armando tomándolo del hombro y guiándolo por un pequeño sendero de jardinería recubierto de ligustrinas, jazmines, rosales y algunos árboles frutales. Al final de la senda había una muralla de madera con una puerta de latón en el centro. Armando la abrió y tal fue la sorpresa de S*** que se quedó impávido durante algunos segundos. Una pequeña cancha de fútbol coloreaba de verde el patio posterior. Jugaron durante largo rato. El tío y el sobrino, dialogando en la lengua universal del deporte rey. Armando trataba de enseñarle algunos trucos a S***, que pese a su entusiasmo no lograba darle bien a la bola. Entretanto le hablaba de Maradona, de O’ rei, del Chino Caszely, de Don Elías, del Chamaco Valdés, del Diablo Echeverri, del Cabezón Espina, del Coto Sierra, de Bam Bam y del Matador. Al rato fueron llamados a almorzar. La cazuela estaba para chuparse los bigotes. Todos aplaudieron a la celebrada mujer e hicieron un brindis por su cumpleaños. A eso de las cinco de la tarde comenzaron a llegar los invitados, y antes de la siete la casa estaba repleta de familiares hambrientos y amigotes con sed. Adultos, jóvenes, adolescentes y niños habían invadido el que hasta entonces le parecía un sitio tranquilo a S***, quien atormentado por los pellizcos, zarandeos, sacudidas, besos y abrazos de sus irrespirables parientes, corrió a esconderse al fondo del patio a un pequeño rincón albergado por una sombría higuera. Largo rato estuvo allí, aguantando el ruido extrapolar que venía desde el patio anterior y las risas coléricas y desagradables de la jarana. Por un momento deseó con todas sus fuerzas que la lluvia aguantada por las nubes de pronto cayera como un diluvio sobre las cabezas satíricas de sus parientes lejanos y los compinches de la casa, y se llevara lejos, muy lejos la fiesta. Pero las nubes, que no tardaron en embriagarse al igual que todos en la verbena, no querían, todavía, dejar caer el chaparrón. Entonces sintió el rechinar de la puerta y el susurro de unos niños que jugaban a esconderse. Eran sus primos, a los que apenas había saludado por cortesía. Uno de ellos, el buscador, lo vio hincado bajo la chumbera y le preguntó si acaso estaba jugando. Este negó con la cabeza, por lo que su intrépido primo paró el juego diciendo –pajarito nuevo la lleva –y S***, acorralado por la presión de la tropa, se vio obligado a jugar con ellos. Así, en medio del gentío festero y el exquisito olor a carne asada que comenzaba a aromar sus narices, S*** comenzó la cuenta bajo un limonero del antejardín, mientras el resto de los muchachos daban rienda suelta a su imaginación y suspicacia en busca del mejor escondite. –Salí –dijo en tono apenas perceptible el tímido muchacho. En vela la noche se pasó volando. La casa era un bullicio tremendo. Todos reían, comían, bebían y cantaban. El trencito zarandeaba los rincones de la casa al ritmo pegajoso de la ranchera y de la cumbia. Entonces comenzaron los espectáculos. Los primeros en salir fueron los niños más pequeños, todos a excepción de S***, quien ya había hecho un esfuerzo sobrehumano para superar la timidez jugando a las escondidas. Su misión, pintados de payaso, era contar chistes vulgares y subidos de tono que ya todo el mundo conocía, pero que de igual forma los seguían haciendo reír. Después los quinceañeros se aventuraron con un baile a lo “New Kids on the block”. Le siguió el show de un matrimonio, quienes imitaron al dúo Pimpinela. Aquello fue lejos lo más cómico de la noche, ver a la pareja, medio en serio medio en broma, revolcarse en el piso tomados de los pelos hizo a Rosa orinarse de la risa. Por último Rolando, que dejó guardados sus ademanes de poeta e hizo salir al hombre espectáculo y transformista que llevaba dentro, junto a uno de sus hermanos, se mandó un montaje a lo Tía Carlina. Ambos aparecieron en el living vestidos de mujer, con enaguas blancas, vestidos floreados, cartera al hombro, calcetines en los senos y pintarrajeados como travestis, coreografiando a Gipsy King. Aquello, más que cómico era chocante, al menos para los niños como S***. El resto de los invitados lo disfrutó y celebraba la gracia azuzando a los bailarines con las palmas. Se divertían bastante. Después vino lo peor. La hora del romanticismo cursi y la melancolía propia de los borrachos que daban discursos inentendibles y poco elocuentes en honor a la festejada. Un llanterío típico de estas fiestas. La batahola era completa. Botellas vacías, rostros apestados, rancios, miasmáticos, odres de cantina. Un vertedero de dipsómanos. Nada de ejemplos, ni mucho menos, valores. Y lo peor de todo, nadie quería irse a dormir, y claro, de haber querido alguien hacerlo, le habría resultado imposible con aquella  loca algarabía. Que siga la fiesta y el despilfarro de los viejos chispos. Papás, tíos, amigos y conocidos agasajando a los niños y adolescentes con dinero. –Tome ahí tiene una luquita, una quina, una gambita,… tome pues, no sea leso, tome, vaya, eso, eso,… saque a bailar a la tía –decían balbuceando y aplaudiendo a destiempo con las manos, mientras sus sobrinos los iban dejando sin niuno en los bolsillos. Hasta S***, aunque no quiso bailar, recibió un pequeño incentivo de su abuelo. Dos Luquitas.  A eso de las dos, y preso de un malestar insoportable se fue a dormir. O al menos a intentarlo. Uno a uno los niños también se iban rindiendo a los brazos de Morfeo,  mientras los adultos seguían comiendo y bebiendo como si el mundo fuese a acabarse. Festejaron hasta altas horas de la madruga. El saldo de la comilona: 8 kilos de costillar de cerdo, 8 kilos de lomo liso, 6 kilos de sobrecostilla, 6 kilos de longaniza, 4 kilos de trutros de pollo, 4 kilos de prieta, 4 kilos de ubre. El saldo de la tomatera: 3 javas de cerveza, 12 botellas de vino, 8 botellas de pisco, 4 botellas de coñac y unas 20 botellas de bebida. Salvo los niños y Begoña, por razones ocultas, no hubo nadie que no se acostara completamente borracho. Hasta las nubes estaban ebrias.

***

A la mañana siguiente, parecía como si un huracán hubiese asolado la casa. Estaba todo desparramado y patas para arriba. Las mujeres, amenazadas por la jaqueca, trataban de recomponer el lugar, mientras los hombres intentaban mejorar la caña bebiendo cerveza con limón y sal. La mayoría se había pasado a vuelta. Rolando encendió el fuego para hacer otro asado. Los niños fueron al patio trasero a jugar a la pelota y las niñas miraban por la tele un reportaje de los Backstreet Boys. El cielo seguía amenazante de lluvia. Pasada una hora la pichanga tuvo que terminar, no por cansancio ni por aburrimiento de los chicos, sino que por un pequeño accidente. Resulta que en un córner, un extraviado y mal ubicado S*** chocó con uno de sus primos mayores y fue a parar de cabeza contra la pared. Resultado: Un tajo, de al menos tres centímetros, en la mollera. Nada serio. No obstante, lo hizo derramar la suficiente sangre para palidecer aún más su blanquecino rostro, e hizo creer a Silene que su sobrino se iba a morir desangrado. Pero no fue así. Nada más tuvo que aguantar un ungüento que le puso su madrina y un leve ardor en la cabeza durante un par de días. No quiso el parche. Se sentaron a la mesa con bríos de boxeador en el décimo quinto asalto. La sangre les espantó hasta las ganas de comer. A eso de las cuatro, las visitas comenzaron a irse. Y por fin, a eso de las cinco, la casa volvió a estar silente. S*** se retrepó en un sillón, algo adolorido por el golpe, pero conforme con su desempeño en el partido. Desde aquel día sintió un extraño apego hacia el deporte rey. Quería jugarlo. No solo leerlo en historietas. En el resto de la casa todos se volcaron a dormir una merecida siesta. El chico se quedó a solas en el living, contemplando un cuadro colgado en la pared, en el que perros, gatos y ratones jugaban a los naipes detrás de una densa cortina de humo. Cosa que le parecía poco menos que descabellada. Y en este punto quisiera detenerme y sugerir a mi leal lector que ponga atención en dicho cuadro. De momento, solo eso, que recuerde al bulldog jugando cartas con una pandilla de ratas.
Dos horas después llegaron Jazmín y Vicente a buscar a sus hijos. Venían en el Renault color blanco de la empresa del padre de S***. Con caras de lasitud, y muy ojerosos por el trasnoche, Rolando y Rosa salieron a recibirlos. Lo mismo hizo Armando, Silene y Begonia, contentos de ver, después de tanto tiempo, a su hermana mayor. El pequeño Joaquín, que ya daba muestras de extrañar a sus padres, en especial a su madre, se abalanzó sobre ella como un canguro dentro de su bolsa. S***, en su habitual humor y de malagana, también los saludó. Rosa preparó la once. Más aletargada que amena. Como de día domingo. Jazmín le obsequió un lindo sweater de lana a su madre. Se sentaron a la mesa. S***, imitando a sus tíos, quiso beberse la leche en el platillo. Hecho que le propinó una severa llamada de atención de su padre y un incómodo malestar a los presentes. En la sobremesa hablaron de temas triviales. El cambio de casa, la escuela, los niños, el trabajo. En este último tema, Vicente puso especial énfasis. La verdad es que aquel hombre moreno, de ondeados cabellos grasos, un poco paticorta y vanidoso, no daba puntada sin hilos como se dice vulgarmente. Es decir, algo se traía entre las manos. Luego de un rato, y con apuro, Vicente se levantó de la mesa –Nos vamos –dijo con tono arbitrario a su esposa –se nos hace tarde –agregó con una sonrisa de agrado a Rosa –va a querer que lo lleve a la pega Don Rolando –preguntó a su suegro –Sí claro, déjame echarme una lavadita respondió este. Los niños se despidieron ceremoniosamente, dando las gracias a su abuela y a sus tíos que  gustosos les decían –pueden venir a vernos cuando quieran, esta es su casa también. Y fumándose un cigarrillo en el marco de la puerta y continuando la conversación de la once, esperaban a que Rolo estuviera listo. –Apúrate hombre –le chicoteaba los caracoles Rosa a su marido, que echándose colonia en la barbilla recién afeitada, salió presuroso del baño. Subieron al auto. Se despidieron haciendo chaos con la mano. Armando les abrió el portón de salida. Se fueron. S*** miraba la nada a través de la ventana. El viaje de vuelta nunca es el mismo. De vez en cuando se palpaba la herida, procurando que no fuera descubierta. Al cabo de un rato, y sumidos en la tragedia del séptimo día, llegaron al lugar de trabajo de Rolando. Se trataba de un enorme sitio donde aparcaban camiones de una antigua empresa de combustibles, en el que había además, una bomba petrolífera que cargaba los camiones que repartían la gasolina a la bencineras de la ciudad. Todo a cargo de la vigilancia de Rolando. El abuelo se despidió de sus nietos, quienes cortésmente le agradecieron el juguete que le compró a cada uno. Luego se alejaron camino a casa. Todavía les quedaba un largo trecho por recorrer. Avenidas enteras en silencio. –No me habías dicho que tú papá se había cambiado de pega –dijo de pronto Vicente, en tono parco, a Jazmín que le respondió secamente –No creí que pudiera ser de tu interés. El estrés del fin de semana la había saturado. De camino a ese lugar desconocido que iba a ser su nueva casa, los niños pequeños iban dormitando. S*** se fue pensando en lo poco que sabía de sus abuelos. Un lomotoro los hizo saltar. Los pequeños abrieron los ojos. Estaban por llegar. Ingresaron a un estrecho pasaje y se detuvieron frente a una rectangular arquitectura de tan solo un piso. Confundidos y ansiosos, sobre todo Joaco, los niños esperaban a que su padre abriera la puerta. Entonces fueron devorados por una cegadora luz azul. 

5 de octubre de 2011

SOBRE LOS TEJADOS


No sé por qué estuve encerrado tanto tiempo en el sanatorio. Los adultos dicen que estoy mal de la cabeza. Murmuran y cuchichean a mis espaldas. No me importa. Solo espero no tener que volver allí.


Una mañana en que cayeron las últimas hojas de un otoño que se despedía con árboles secos y vientos gélidos, su madre lo fue a buscar al centro para llevarlo de regreso a casa. Hacía mucho frío en Santiago. Anduvieron en una oxidada micro de color amarillo por el centro de la ciudad. Un vendedor de golosinas se subió al autobús repleto de gentes agobiadas por el horario de trabajo. El niño le pidió un chocolate a su madre, quien accedió de buenas ganas sin preguntar a su chauchero antes. Al rato de andar llegaron al lado Norte de la metrópoli, que es donde el protagonista de este relato vive junto a sus padres y sus dos hermanos menores. Allí, a modo de flashes comenzó a repasar algunas imágenes, todas borrosas y confusas, de un verano que no lo dejó jugar a la pelota ni chapotear en los grifos junto a los otros niños del block 20. Sin embargo, en medio de las nebulosas de su subconsciente podía diferenciar una figura, una silueta que iba y venía por las grietas de su memoria, más no supo atender a qué se debía ni mucho menos, saber de quien se trataba.
Pasaron a comprar un tarro de duraznos en conserva al almacén de la esquina. En casa los esperaban con el almuerzo listo. Sin decir ninguna palabra recorrieron toda la calleja de los blocks del Johnny cien pesos, subieron por la escala, caminaron a través del largo pasillo y pararon en la mitad de este. De pronto el niño calló al mutismo –Mamá prometo no volver a portarme mal,… pero no me vuelvas a llevar a ese lugar –dijo con voz aguda, y como sabiendo el efecto que tendrían sus inocentes palabras. Su madre se mordió los labios e intentó ahogar el llanto. No pudo, sus ojos se cristalizaban cuando le metía la llave a la chapa de la puerta. Entraron al pequeño departamento. Adentro, todo parecía peculiarmente distinto. La pequeña sala de estar estaba repleta de cajas embaladas. Aquello parecía una mudanza. Y lo era. El llenó la sala de morbosas miradas –Nos vamos a cambiar de casa –dijo su madre, ya más tranquila, que veía en él la cara de extravío. –A una más grande, con una pieza para ti –dijo su hermano pequeño que se abalanzaba hacia ellos desde la cocina, ciñendo alegre los brazos a la cintura del muchacho, que lo apartaba con un esquivo gesto.
Al almuerzo comieron el plato favorito del dado de alta, pescado frito con ensalada a la chilena y de postre duraznos con crema. Su madre seguía consintiéndolo. A ratos, mientras le quitaba las espinas a la merluza frita, le echaba unas miradas lastimeras como esas que se le echan a quien está desahuciado o moribundo, lo que hacía refulgir las dudas en el chico. –Será que me voy a morir –se preguntaba a sí mismo –Bueno… Qué más da, acaso todos, no nos estamos muriendo –se respondía en silencio. Luego de almorzar hicieron un rato la sobremesa. –Volverás a la escuela el lunes –le dijo su padre con aires de autoritarismo –ya hablé con el director y con tu profesora jefe –y volteándose hacia su esposa decía –no va a tener que perder el año –y luego de beber un sorbete de vino sentenciaba –en el colegio no quieren perder a su mejor alumno –mientras Jazmín, risueña, le tomaba la mano a su hijo diciéndole –no te pone contento eso, volverás a ver a tus compañeros. Pero al muchacho le importaba un bledo aquello. Al rato se levantaron. S*** ayudó a recoger los platos y luego subió a su habitación. En ella al igual que en el resto de la casa todo estaba embalado y empacado. La mudanza iba a ser muy pronto. Su madre había organizado las cajas meticulosamente con etiquetas, en ellas, ordenadamente iba colocando las cosas personales de su hijo. Libros, juguetes, ropa, cassettes, VHS. En una pila de ellas había una caja que decía REVISTAS. La abrió. Se recostó un rato sobre la cama y comenzó a hojear algunas de sus viejas historietas. Se detuvo en uno de sus números favoritos. “Solo contra el mundo”, así se llama el capítulo en el que Pirulete, capitán y goleador del equipo favorito de los niños, se tiene que enfrentar solo contra un equipo de once troncos. Finalmente, y como en casi toda la cuarta época, Barrabases gana el encuentro, y lo más increíble es uno de los goles de la victoria, en que el delantero estrella manda un centro desde el córner y es él mismo quien lo cabecea. A veces, el zagal, se sentía como él en ese episodio. Solo. Solo contra el mundo. Claro está, él no es tan bueno como la representación de un fuera de serie como Raúl Toro y siempre se identificó mucho más con la figura de Enrique Sorrel, el wing o alero derecho, más conocido como Torito, el número 7 del equipo rojo.


"S*** estuvo un total de cuatro meses y dos semanas en el sanatorio sideral. Al parecer está curado. Aunque no me aventuro a afirmarlo. De igual modo, no creo que el chico haya estado enfermo. Creo que ellos, los matarifes y el resto de las personas, son los insanos". 

Comenzaba a atardecer. Se asomó por la ventana de su cuarto, con un dejo de cierta nostalgia. Corría un viento de puta madre a esa hora. El frío afilaba sus garras las últimas semanas del otoño ya completamente desnudo. No sabía a qué se debía, pero se había apoderado de él una extraña melancolía. Debía estar contento. En la nueva casa habían tres habitaciones, y él por ser el mayor tendría la suya propia, además de un enorme patio donde podría practicar sus tiros libres. Si hasta le habían prometido tener una mascota, algo que deseaba desde siempre.
Era la hora de la siesta, y aprovechando que en casa todos dormían, se pasó al techo de la cocina que colindaba con su ventana, y al que solía subirse en las noches de estío. Se arrellanó sobre la pared de maciza. Se quedó allí durante largo rato, mirando la tarde, los techos de zinc y el incendio crepuscular de la población. De pronto palpó con la mano un objeto, era un atezado botón.  Se quedó observándolo con minucia, le parecía muy familiar, más no podía recordar nada relacionado con el rotundo cuerpo. Lo puso en su bolsillo, para dejarlo luego en la cajilla de madera donde solía guardar sus tesoros. Entre ellos, la canica de piedra que su abuela encontró el día que su madre lo dio a luz. El cielo estaba ardiendo. Atardecía en la calleja y él chico seguía sobre los tejados. Temblaban las ramas secas de los árboles. El arrebol se dibujaba con asombro. Allí estuvo hasta el filo de la negrura, hasta que aparecieron las manchas celestes y los candiles azafranes iluminaron el lado norte de la ciudad. En eso apareció la luna llena, henchida de un vigor irreprochable. La niebla y el escepticismo también se dejaron ver. Otra vez aquella borrosa silueta que iba y venía ensombreciendo su cabeza como Nicte a Hemera, mientras el satélite alumbraba con su azafranado brillo desde arriba, estático, dando vida a un paisaje perfectamente dibujado. Se quedó largo rato mirándolo, más bien mirándola. Al cabo de unos minutos cayó en cuenta de su tribulación. De su error. Aquel paisaje no era tan perfecto. El pintor, el pintor había olvidado un trazo. A la luna, sí, a esa, a esa luna, le faltaba un pedazo, quizá el mismo que le faltaba a su vida en aquel instante.

4 de octubre de 2011

SANATORIO SIDERAL





Han pasado algunas semanas desde que fui internado en el centro de rehabilitación. Al parecer estoy muy enfermo. El diagnóstico, según los médicos, una especie de autismo, esquizofrenia indeterminada o algo por el estilo. No sé por qué, pero desde siempre los adultos han tenido esa percepción de mi personalidad, y siempre me han tratado como si fuera un ser de otro planeta, alienado y loco. El selenita me dice que tenga calma, que pronto voy a salir de aquí, que lo único que debo hacer es no hablarles de él.


No es malo estar enfermo –pensaba para sí mismo el zagal en la fría habitación hospitalaria –sobre todo cuando tienes nueve años y todos piensan que serás un futuro Einstein, un Copérnico o un Newton, y en realidad no eres más que un estudiante de tercero básico que supo resolver una multiplicación de centenas mentalmente y aprendió a leer y a escribir solo mirando historietas –reflexionaba desde su solapada inocencia  y su perturbada forma de ser. –No tengo que ir al colegio –decía contento –y todos los que vienen a verme me miman y me atienden con especial celo –le comentaba a su médico de cabecera, una joven y buena moza mujer, en las charlas matutinas –y aunque me tratan como si estuviera convaleciente y aquello me irrita mucho, puedo soportarlo a cambio de dulces, galletas u otras atenciones de mis familiares –sellaba ante la mirada atónita de la Dra. Amapola Ababol.
Para la doctora aquel niño de castaños cabellos rizados, semblante pálido, asustadizos ojos marrones y exigua sonrisa siempre fue un misterio, un extraño caso de enajenación indeterminada que jamás pudo descifrar. Se preocupaba por él hasta el cansancio, casi tanto como su madre, Jazmín, a quien por esos días le había invadido un horrible sentimiento de culpa, y quien, con denuedos de redención no dejaba de consentir en todo a su hijo. A diario lo visitaba y le llevaba nuevas láminas para su álbum de Dragon Ball Z, casettes (que podía oír de cinco a siete de la tarde), revistas, uno que otro libro de cuentos y variadas golosinas. De lunes a sábado, sin falta alguna, se esmeraba por agasajar a su primogénito. Al muchacho no le molestaba, es más, podría decir que en aquel tiempo sintió un cierto dejo de gozo frente a la representación de aquel cuadro, en que su joven madre cargando al bebé en los brazos leía novelas románticas, apostada a los pies de su camilla sosteniendo la tarde entre Corín Tellado y halos de luz de siesta. Los domingos, en cambio, eran caóticos, una decena de familiares que no se soportaban entre sí, y que bien poco querían al muchacho, llegaban en masa al centro de rehabilitación a visitarlo y se emplazaban afuera de su cuarto, en la sala de espera, aparentando estar preocupados por su desequilibrado padecimiento, vociferando y alardeando acerca de sus inermes atenciones para con el niño, que al final del día terminaba hastiado de falsos halagos. Los lunes eran espantosos para su doctora pues todas las mejoras de la semana anterior se iban por un tubo ante el asedio de sus amados feligreses en el día de la santa misa. Amparado por la liga de la justicia. Desde Judas Tadeo hasta Sor Teresa de los Andes. Abatido en su lecho. No comía, no bebía agua y ni siquiera le dirigía escuetas palabras a la doctora o a su madre. Solo encontraba sosiego por las noches, la mayoría de estas en vela, leyendo viejas historietas, dibujando o incluso escribiendo garabatos, cartas sin remedio ni destinatario, quizá para él mismo, carillas llenas de nada que se iban al tacho de la basura noche a noche. Junto a su camastro había una pequeña ventanilla que daba hacia la ladera del cerro. Hogar de fieras, ermitaños, funiculares y la estatua de la madre y patrona de los devotos. Algunas noches podía ver la luna asomarse tras de ella. Esas noches no dormía. Una sensación extraña lo embargaba, su destello menguante lo cegaba, mientras el revoloteo silencioso de las polillas que se golpeaban contra los cristales de las farolas del parque le resonaba como el bombo de la barra brava en el estadio. Esas noches sentía como si la luna lo viera, como si la cara que se trasluce en ella quisiera obsequiarle algunas palabras, o contarle algo, un secreto del que no se podía dar por enterado, quien sabe porque motivos. 
No recordaba cómo ni por qué había llegado hasta el centro de rehabilitación, recinto hospitalario o sanatorio mental. Ni siquiera sabía de qué debía mejorarse. No presentaba dolores y casi nunca se quejaba. No tuvo, durante un tiempo, noción de los días ni las noches. Solo sabía que estaba gravemente enfermo, y que una mañana cualquiera (Creo que fue en el mes de Febrero) se despertó en dicha cama. Al volver en sí, el muchacho solo vio el apacible rostro de la Dra. Amapola. Un poco de sosiego lo abrumó. Desde siempre se sintió a gusto con ella. Y pese a la diferencia de edad, creía que en un futuro no muy lejano ambos podrían hacer una buena pareja, aún considerando que ella era veintitantos años mayor que él. Sin embargo S***, en su inconsciente delirio, siempre supo que aquella mujer de mirada dulce, sonrisa casta, mejillas sonrojadas y labios color carmesí estaba locamente enamorada de un hombre que por desgracia, no la correspondía. Sentía lo mismo pena que desilusión. Sentimiento compartido por Amapola hacia su extraño paciente. Quizá por eso, aunque él hubiese estado en la perfumada edad de la adolescencia y ella en la marchita flor de la menopausia habría querido compartir el cariño que aquel hombre, doctor del mismo hospital, torpe y tozudo, de cabello ceniciento y bigote bien concernido bajo sus narices, le negaba.
Una de esas tantas noches en las que no podía juntar ni media pestaña, el chaval encendió la lámpara del velador y sacó su breviario. Sentía enormes deseos de escribir, de llenar y llenar montones de cuartillas por ambos lados con sus atragantadas e impúdicas palabras. ¿De dónde surge esa filia? Existen dos teorías, al menos así lo planteo yo, el autor de este naciente relato: La primera, la del poeta que conoció el día en que su padre lo llevó a un popular bar del barrio Mapocho; la segunda, es difícil de mencionar pues aún para el incipiente narrador de esta historia, está un tanto borrosa, un poco perdida en medio de la densa niebla de su menesteroso juicio. Lo cierto es que entonces trató de escribir un cuento o algo así. Se trataba de las aventuras de un pequeño niño de unos cinco años, próximo a cumplir los seis, que tenía dos mascotas: Sultán, su fiel perro compañero, y Suertudo, su afortunado gato agreste. Al cabo de unos cuantos párrafos se dio cuenta que dicho niño era él, entonces decidió abandonar la historia. No por menospreciar sus colosales epopeyas sino, porque pensaba que debía escribir historias mucho más fantásticas que el frustrado baño de su gato en la lavadora. Pero nada, decididamente nada más se le ocurría. Y si bien, es cierto que la imaginación de un niño es hercúlea, hay veces en que esta vive presa de la realidad, del hastío, de la certidumbre y los días sin asombro. Cerrados los ojos y arrojados al tacho los manuscritos volvió a empezar. Tomó papel y lápiz e intentó narrar algo original. Turbado, enredado, escéptico, queriendo justificarlo todo, tratando de darle un sentido, una coherencia, un fin a la búsqueda despreciable, un motivo en cuestión. Basado en el esquema clásico esto sería: un inicio, un desarrollo y un desenlace. Sencillo como un anillo. Y si él quería escribir su propia historia, ésta no tendría un desenlace, porque cómo el chico iba a saber cuál sería su final. Ni oráculo ni pitonisa que lo presagiase. A veces pensaba algo similar con la creación del universo –Cómo puede ser infinito si su creación ha durado tan solo una semana, y Dios se dio maña incluso de descansar en el séptimo día, es decir, el universo no puede ser infinito pues su creación tuvo un principio, un desarrollo y un fin, que es lo que deben tener los cuentos que quiero escribir, y lo que debiera tener cualquier otro que ya haya sido escrito –se decía en aquellas tardes interminables de otoño desierto. Sin embargo, los cuentos que a su corta edad había leído, no acababan – ¿O sea que Perico, luego de trepar por Chile no va a hacer nada más? Es absurdo. Ahora debe recorrer el mundo. Y Julio Verne debe visitar otras galaxias o viajar a través del tiempo luego de haber llegado hasta el centro de la tierra y haber navegado mil leguas de aguas submarinas –deliraba, deliraba.
Otra noche, blanca noche de andariegos lobos, en la que no hubo luna en ninguno de los rincones de la bóveda celeste, vio morir una estrella. La vio desfallecer en medio de Ofiuco. Entre Escorpión y Sagitario atenuó su fulgor agonizante. Lloró largas horas sin hacer ruido. Con sollozos mudos. Desconsolado y triste, y con ello se entienda su monumental pena. Sin lágrimas y ya más calmo se dijo –es cierto, solo hay algo que es seguro, y eso ha de ser la muerte… Pero qué difícil es para un mocoso como yo hablar de eso, por ello prefiero dar la razón a Papelucho: y si un día como Ella yo también muero, tampoco quiero que lloren por mí, porque a lo mejor también me voy al cielo –y al decir esto volvió a sentir un enorme pesar –Pero qué hay de esa estrella –se preguntaba contrariado, tomándose los cabellos –A dónde va a parar, a dónde, a dónde si el cielo era su castillo. El niño cogió una hoja en blanco y comenzó a dibujar el firmamento nocturno. Y con la precisión exacta de la Uranometría retrató al verdugo de Orión y su estrella Antares, junto a ella, un destello ambarino fulminante que llamó Eos, la estrella que apagó su brillo. Y curiosamente aquel fue el título de uno de los últimos cuentos que escribió ya entrado en edad.

“Cierto día el Selenita me dijo que los hombres morían, y que para que vivir eternamente era preciso, humana y sideralmente preciso, contar sus historias. Porque claro, nacemos en el vientre de nuestras madres, eso me lo explicó mi profesora, y no me cabe la menor duda de que así sea pues todavía no he visto a nadie salir de la tierra, y mucho menos he visto a un padre dar a luz un hijo. Ni siquiera en la luna. Pero creo que no mueren el día en que sus corazones dejan de latir, ni mucho menos el día en que sus huesos se hacen cal entre las hormigas. Creo, aunque no estoy muy seguro, que mueren el día en que sus historias dejan de ser contadas. Sin embargo, jamás se me pasó por la cabeza que una estrella pudiese morir”.

Además de la alienación, el chiquillo debía lidiar con una enrevesada memoria. Su cabeza estaba llena de imágenes confusas y recuerdos atorados. La Dra. Ababol trataba por todos los medios de sacarlo de los delirios, pero el niño no daba muestras de mejoría. Por otro lado, las visitas ya no lo complacían, ni lo divertían, en realidad nunca se sintió a gusto con la habitación llena de gentes cínicas que lo miraban con aparente tristeza. Prefería que nadie fuese a verlo, prefería estar solo, completamente solo. No sabía cuánto tiempo llevaba enclaustrado en aquel manicomio. Había perdido la sensatez de las horas, los días, las semanas. –Quizá llevo meses, años o siglos –se decía en el letargo de sus noches eternas –Lo único cierto es que el frío está calando los huesos. Imagino que es Junio o fines de mayo y que la gente empezará a morir congelada en las calles.
Al cuarto mes de estar internado en el centro hospitalario, la Dra. Amapola comenzó a desesperarse. Las terapias no estaban dando resultados. No existía mejora alguna en la conducta de S***, quien seguía manteniendo diálogos secretos y callados coloquios con seres de otras galaxias. ¿Cómo alejar todas esas cavilaciones de una vez por todas? ¿Las sombras y las alucinaciones? –Se preguntaba incansablemente viendo la cara de un paliducho y ojeroso niño, aparentemente enfermo. De pronto el hombre tozudo y torpe se aventuró con la cura –Electroshock –le dijo a sus colegas –y barrido y ordenamiento de los recuerdos. En un principio la Dra. Amapola se opuso terminantemente a aquella disposición médica, pues apenas se trataba de un niño de nueve años, pero sabía que no había mucho más por hacer. Y por otra parte le era imposible decirle que no a aquel hombre que la hacía suspirar en orgasmos de placer y lágrimas, ocultos en un cuartucho de hotel de cuarta categoría al cambio de turno. –El niño ha rechazado los neurolépticos y los psicotrópicos, y ningún modelo de terapia cognitiva lo está ayudando –diagnosticaba el hombre del bigote –sigue teniendo alucinaciones y habla solo por las noches. Y las cosas que escribe: “El selenita dice que saldré pronto...”, El selenita aquí y el selenita allá –bramaba exasperado –solo queda la esperanza de los choques eléctricos –sentenció con la mirada fría y malévola de quien jamás ha velado por sus enfermos. Por lo que una fría mañana de casi mediados de mayo, su madre, llorando desconsolada y pidiendo clemencia a los matasanos, tuvo que firmar la autorización para que su hijo fuese sometido a vejaciones y arbitrariedades de siglos remotos y golpes dieléctricos. Dos semanas después, como si nada hubiese pasado y habiendo reaccionado positivamente al tratamiento, S*** fue dado de alta y pudo dejar el sanatorio.