3 de noviembre de 2011

AZUCENA

En la vereda de enfrente vive Hortensia, la vieja Hortensia, una señora de edad, diría yo de la tercera o la cuarta edad a juzgar por sus zapatos. Su rostro siempre es de pocos amigos. Sale a barrer la calle y reclama contra todo y contra todos. Si los niños juegan afuera –chiquillos de porquería –despotrica. Si estacionas mal el auto –estos se creen dueños de la calle –reclama. Si llegas bebido –estos borrachos –gimotea. Y si metes mucha bulla llama a los pacos. Siempre está refunfuñando, tiene un semblante muy hosco, más arrugas que piel y más canas que cabello. Cierta vez le llamó la atención a S*** por estar dominando en el pasaje y golpear, casualmente, su puerta con la pelota de fútbol –Por qué no vas a joder la pita a otro lado mocoso de porquería –le gritó desde la ventana  sosteniendo una escoba en la mano, mientras el niño, muy asustado, golpeaba desesperado la puerta de su casa. Y no lo culpo, esa señora daba mucho miedo.

Un día, durante las vacaciones de invierno, sin nada que hacer, salvo esperar los partidos entre Colo-Colo y Cruzeiro por las semifinales de la copa Libertadores de América, se le ocurrió la fascinante idea de espiar a los vecinos. Había visto una vieja película en technicolor. “La Ventana Indiscreta”, en la que un fotógrafo accidentado, interpretado por James Stewart, se dedica a husmear en las vidas ajenas a través de la ventana de su departamento y acaba convirtiéndose en el testigo de un alevoso crimen. Oculto tras la cortina comenzó a inmiscuirse en la vida de los moradores aledaños. Se la llevaba todo el día cómo las bisagras, pegado a la ventana, tratando de entender el comportamiento de sus vecinos, y de paso, enterarse de ciertos enseres. Por ejemplo, veía al vecino de enfrente llegar a diario borracho, lo escuchaba discutir con su mujer para luego volver a salir y llegar horas más tarde hecho un estropajo  o simplemente, no llegar y amanecer durmiendo tirado en alguna vereda de la calleja. Atisbó que su vecino que venía de Linares, y que tenía muy buena situación económica, comenzó a perderlo todo después de asesorarse en los negocios por un angustiado  de la esquina; Perdió el jeep, el auto, el triciclo, la bicicleta y finalmente perdió a la vecina y a su hijo, que aburrida de ver a su hombre esnifando cocaína, llenó su cuerpo de ajustada coquetería y se mandó a cambiar. Estando al cabo de la calle supo que su colindante lisiada, en realidad no era minusválida y solo se hacía pasar por tullida para cobrar una indemnización, ya que en su juventud fue atropellada por un microbús del estado y salvó milagrosamente, resultando sin daño alguno; En las noches se le veía caminar en círculos en su habitación, seguro que para estirar las piernas, y si bien solo se podía ver una sombra, el chico lograba reconocer la silueta de la horquilla que sujetaba su cabello. También se puso al tanto de que las sobrinas de la inválida solían llevar a sus pretendientes a casa mientras el padrastro, un jornalero machista que a menudo las golpeaba por pecaminosas, se encontraba trabajando. Además se mantuvo al corriente de que el cartero solía guiñarle el ojo a la madre de estas, aunque claro, no le fue muy bien, se enteró el marido y le aforró una golpiza de la que seguro hasta el día de hoy se acuerda. Desde entonces, es otro el cartero, uno gordinflón que más le coquetea a las parrilladas, al pernil y a la buena mesa que a las mujeres. Supo de buena tinta aquel asueto de invierno, que otra joven conurbana, pese a esmerarse trabajando y cuidando de sus ancianos padres día a día, ocultaba celosamente un embarazo bajo una estranguladora faja; Entonces debía tener unos cuatro meses. De buena fuente supo que la esposa del carpintero, a menudo visitaba al viudo de la esquina, o que las hijas del profesor incitaban a los hombres acortando sus faldas y usando pequeñas bragas, lo que llevó a decir a las viejas casquivanas que el soltero de la esquina era un degenerado y un pedófilo, por piropear a las quinceañeras. Y yo creo que a lo más padecía de efebofilia. En suma, se enteró de muchas cosas. Claro está, nada le sorprendió en demasía. Hasta que la vio a ella asomarse fugaz por la ventana de enfrente. Sí, esa ventana, la de la vieja Hortensia. Apareció de repente, con una enorme sonrisa dibujada, algunos dientes menos, burriciegos anteojos, rosadas mejillas, cabello rizoso corto y castaño y un vestido azul abotonado con florecillas blancas. Un rosario colgaba de su pescuezo, de sus orejas guindaban dos perlas y en la mano derecha llevaba puesto un ostentoso anillo de plata. Reía pegada al ventanal. S*** se asomó por la ventana. Al verlo, la mujer dejó la risa y comenzó a dar estruendosos chillidos de aspaviento, por lo que el siempre temeroso chiquillo, espantado con la garrotera, juntó la cortina y se fue al cuarto de sus hermanos. Pasado un rato Jazmín lo mandó a comprar el pan, a lo que él le respondió –No quiero ir –pero no supo decirle el por qué. Así que sin peros tuvo que salir camino al almacén. Sigilosamente, y pretendiendo que no lo avistara la trastornada mujer, salió de su casa. A gachas y sin mirar hacia la ventana de enfrente se introdujo en una de las bocacalles del pasaje –Hola –le dijo la lisiada –de qué te escondes –preguntó seguido –De nada –esquivó S***  con una respuesta seca y siguió su itinerario. Más allá unos niños jugaban a la pelota. Nunca le agradaron. Una vez querían aforrarle a la salida del pasaje porque no quería pagarles un supuesto peaje de una moneda. Pudo haber terminado en los combos, pero apareció la mamá y se los llevó adentro de la casa jalándoles las orejas. Desde entonces lo miran con cierto resquemor, pero nadie le impide el paso. Los chicos jugaban al metegol, y al pequeño protagonista de esta historia se le iban las piernas por patear la bola (desde su encantamiento por el balón pie, cada vez que veía jugar a alguien, deseaba que la pelota cayera cerca suyo para poder devolverla con su súper tiro). Aquella tarde el balón fue a parar a sus pies. Tomó vuelo y disparó con ganas. Fatalidad. Le pegó tremendo pelotazo a la hermana menor de uno de los niños. En ese momento pensó que se había ganado con justa razón una repartija de puñetes en el hocico. Sin embargo, no hay quien se explique ciertas cosas, y todos los niños se echaron a reír, mientras que la pequeña muchacha se tapó la cara y entró llorando a su casa. –Güena cabro, la media chuntería que tení –le dijo el hermano palmoteándome el hombro –Cuando querai vení a jugar con nosotros –prorrumpió  otro vivaracho.  –Gracias –fue lo único que atinó a decir S*** y siguió caminando hasta el almacén. Desde ese día, cada vez que pasaba por la callejuela, él se detenía a pelotear un rato con los pelusas. En cuanto a la niña, ella se escondía cada vez que lo veía, a lo que otro zagal le decía –Cuando la veai agárrala a pelotazos, pa que no te moleste. Sabias palabras –Ese chico un día será Filósofo o a lo menos un Psicólogo. Tiempo después, en los días de la ola de calor, los hermanos se mudaron y los niños se fueron a jugar a otra calle debido a los asedios de la vieja Hortensia y a la presencia de un extraño sujeto que deambulaba por la calleja.
Al llegar al almacén casi se va de raja  –Hasta luego señora Hortensia– le decía Nicomedes a la vieja –Chao Don Nico, muchas gracias por todo –le respondía ella amable y sonriente, y de paso le echaba una sonrisa a S***, mientras le ponía su escuchimizada mano sobre la cabeza chasconeándole el cabello de modo tierno. Se quedó mudo por un momento. Hortensia tenía otro cariz, un semblante vivo, como si algunos años se le hubiesen quitado de encima; ya no parecía de la cuarta edad, ahora parecía más de la segunda. Creo que estoy exagerando, digamos que se veía feliz, lo que a decir verdad era bien difícil de creer. Ni el muchacho lo habría pensado cierto si no lo hubiese visto con sus propios ojos –Qué le pasa a usted oiga –Le preguntó Nicomedes –tan callado y tieso que se quedó, pareciera que hubiese visto un fantasma… ¡chita la cuestión! Si está bien que la señora Hortensia sea medio viejita y un poquito fea, aunque los mal hablados dicen que en su juventud fue un primor…, pero no es para que se quede tan impávido pues,… Además que mírela, ahora anda tan contenta porque vinieron a dejarle a su hija… ¡Ay! Si se pone feliz cuando llega la Azucenita… ¡Pobrecita! Se le muere el marido durante el embarazo y más encima la hija le nace enferma… O sea, enferma no, medio loquita nomás… tiene una enfermedad bien rara, el síndrome de algo, pero no ese de down, es otro, menos común,… debe haber sido la pena de nacer sin papito, aunque ella nació así, medio loquita… Me da tanta pena, pero bueno, que se le va a hacer. Dígame,… Qué va a llevar –le preguntó luego de haberle resumido en cuentas la vida de aquella vieja hosca y sangrona.
Nicomedes es... Bueno, Nico nació en Santiago, dónde ha vivido toda su vida. Tiene los pómulos hacia afuera, pero no es mapuche, la piel morena y gastada por el sol y el duro pasar del tiempo. Se dice que ha sido muchas cosas en su vida, desde gasfitero, instalador eléctrico, obrero de la construcción, panadero,… etc. En una época, y aprovechando la fuerza de su juventud, se dedicaba a hacer hoyos en la acera. S*** nunca entendió muy bien de que se trataba esa pega, más le parecía ridículo que el tendero le contase que unos hiciesen agujeros y luego viniesen otros tipos y los llenasen. Se dice que fue una boca cerrada más de una oscura época, quieta y atropellada. Vivió en la población La Pincoya en esos años. Y fue testigo en carne propia de los allanamientos, la represión y los abusos de las fuerzas militares. Fue detenido en cuatro oportunidades, dos de ellas por ebriedad, otra por riña y otra por sospecha, cosa rara pues él nunca se metió en nada. No obstante, debía mascar la rabia cada vez que veía a los milicos abusar de su gente, de los jóvenes de la población en especial. Él no sabía mucho de política, su padre había sido maquinista y heladero ambulante y su madre una simple obrero doméstica. S*** no entendía las cosas que hablaba, pero siempre terminaba poniendo oreja a las historias de aquel hombre. A principios de los años 80, Nicomedes conoció a su actual mujer, y al cabo de dos años se casó. En esos años conoció a Juan Moreno, entonces un pergenio de pies descalzos que solía pararse en las esquinas. Esa tarde de día Domingo, el 7 de Septiembre del año 1986, mientras veía en la televisión las noticias sobre la emboscada e intento de asesinato al general de la República en el Cajón del Maipo, jamás se le habría cruzado por la mente que aquel joven hubiese tenido algo que ver con lo sucesos. E inocentemente, cuando llegaron efectivos de la CNI a interrogarlo a su casa, les dio la dirección de la madre del joven Moreno Ávila. Y a veces se culpa por ello. Hace ya varios años trabaja de tendero. No es buena la paga, pero dice estar contento. Le gusta atender a la gente, siempre está sonriendo, aunque a veces, esa sonrisa no escatima en el celo de la virtud dolorosa de un callado pensamiento malicioso. Es bueno y amable, demasiado, diría yo. Si me pusiera a contar sus andanzas, no terminaría jamás, quizá un día escriba su historia, claro, si él me lo permite.
S*** volvió a casa con un kilo de marraquetas crujientes y un cuarto de queso laminado. Se quedó parado frente a la ventana de la vieja Hortensia, perdón…, la señora Hortensia. La luz estaba encendida. Adentro y sentadas a la mesa estaban ella y su hija. Una gota de lluvia golpeó su cara. De pronto comenzó a sentir un fuerte sentimiento de angustia. Hortensia le preparaba un pan con dulce de membrillo a Azucena, ésta derrama el té sobre la mesa, la madre se levanta y limpia con un paño. Azucena le quita el dulce de membrillo a su pan y lo come, luego le muestra el pan vacío a su madre y Hortensia le corta otro sabroso pedazo de dulcecito y se lo añade a la marraqueta. Se les veía contentas. S*** se sintió inútilmente vacío, atorado de una nostalgia inopinada. Aquella fue una imagen que jamás olvidó. Sentadas a la mesa la madre y la hija. La sana y la enferma. Sintió mucha pena, pues algo le decía que aquella iba a ser la última imagen que vería de ambas. O que quizá aquello no era más que una ilusión de su cabeza, otra entelequia, o simplemente una tregua fugaz a la solitaria vida de Hortensia pues Azucena iba a volver al manicomio donde, seguramente, la tenían reclusa. Y la vieja volvería a estar triste y sola, refunfuñando y tratando mal a todo el mundo. A los niños, a los borrachos, a todos los que se admiraban de ella sin conocerle, a los que sentían miedo de su escoba, a los que se burlaban de su hija insana. Recordó entonces su estadía en el hospital y sintió una amargura desmedida. De pronto un cálido viento le rozó las mejillas. Otra gota de lluvia recorrió su cara. El visillo temblaba con natural fluidez y el azafrán de las primeras luces de la noche iluminaba un cuadro casi perfecto. Adentro, Azucena y Hortensia se dibujaban en un abrazo que hizo castañear los ojos del mirón. La mesa estaba puesta, el té servido. Callado y minúsculo, paciente y lastimero se estuvo parado largo rato afuera, casi sin saber por qué, casi por desidia, por mero impulso, por visible pena, por lástima, la de los mortales, la de los emperadores, la de los cobardes. Adentro, la mesa estaba puesta, el té servido, la marraqueta crujiente, el dulce rebanado en el platillo, el candil iluminado, mientras Hortensia y Azucena, la madre y la hija, la vieja y la loca se dibujaban en un abrazo, en un doloroso y dulce abrazo. El chaparrón se dejó caer de improvisto, y luego de estar unos segundos aguantando la naciente lluvia, S*** entró a su casa, no sin antes voltear a mirar, una última vez, la pintura que se bosquejaba en la vereda de enfrente.

2 de noviembre de 2011

CHAN CHAN


La casa nueva es grande. Cualquiera lo es al lado del antiguo departamento. Tiene tres habitaciones y un patio trasero lo suficientemente amplio como para practicar mi juego. En especial los tiros libres.

Extraña mañana. Primeros días de un frío mes de Junio. S*** se alistaba para ir al colegio. Su primer día de clases después de casi tres meses. No exento de raras sensaciones. –No digas nada sobre tu diagnóstico –le dijo enfáticamente Jazmín mientras arreglaba el cuello de la camisa de su hijo –tuviste una severa hepatitis, no más que eso. Pero la saliva de la madre fue malgastada. A la primera mirada indecorosa y palabra malintencionada de un compañero de escuela, S*** respondió con un inofensivo –Sí, los doctores dicen que estoy medio loco –lo que generó en algunos de los niños, una suerte de admiración hacia él. Y en el resto, motivo de constantes burlas, bromas, cuchicheos, rumores y bisbiseos malignos a los que se iría acostumbrando con el correr de las semanas. Cárdenas, un muchacho pequeño, delgado, moreno, de cabello liso y expresivos ojos negros, le ofreció un asiento junto a él. Se conocían desde el preescolar, pero nunca antes habían hablado. Para ser más franco, en cuatro años de colegiatura, el niño no había cruzado palabra con nadie a excepción de Márquez, que también hablaba poco y que aquel día no había ido a la escuela debido a una amigdalitis de cierto cuidado. Detrás de Cárdenas, se sentaba Lillo, un pequeño y cegato rechoncho de mejillas sonrosadas que usaba anteojos con cordel de seguridad. Junto a él, justo detrás de S***, se sentaba Rojas, un chico alto y atlético, con expresión dura, de piel trigueña y cabello castaño, a quien la profesora ubicó allí para ser ayudado por el guatón Lillo a mejorar su rendimiento. Tras ellos se sentaba Mao, un pequeño oriental de cabellos chuzos y ojos rasgados, a quien el resto de los compañeros apodaban Chino Won. Junto a él, se hallaba el puesto vacío de Márquez. La clase fue de lo más normal. Un poco de la Flora y Fauna chilena. Un poco de la guerra de Independencia y un poco de llaves de sol y negras corcheas comandadas por la Profesora Rosa. A la salida, mientras esperaba al tío del furgón, Rojas se acercó a hablarle:
–Así que estabas en un manicomio –preguntó inocentemente.
–Un hospital normal no era –respondió S***.
–Pero tú no estás loco –le dijo mirándolo de hito a hito –quizá eres un poco callado, igual que Márquez, pero loco,… ¡Bah!,… no, tú no estás loco… ¡Yo sí que conozco personas locas!
Ambos se quedaron en silencio durante un momento.
–Vale, nos vemos mañana –añadió Rojas y se alejó cruzando la calle con discreción.
S*** le hizo un gesto de despedida y se quedó a solas en el porche de la escuela. Por su lado pasó corriendo Cárdenas, a quien lo esperaba la tía del transporte escolar. Al verlo, el morenito le hizo un chao con la mano. Luego pasó, junto a su madre, el guatón Lillo, quien cordial y sonriente le dijo –Chao V., que llegues bien a tu casa.
(Se preguntará usted, lector, ¿por qué el guatón Lillo llama V. a nuestro protagonista? Pues la respuesta es fácil. No sé si en todas partes del mundo será igual. Pero acá en Chile, la estructura militarizada de la escuela pública, acostumbró a los niños, cual si perteneciesen a un infortunado pelotón del desembarco de Normandía, a llamarse por el apellido paterno. Dicho sea de paso, entenderá usted mi querido amigo que el apellido de S*** es V., y que es probable que en estos pasajes de su vida escolar lo sustantive de este modo.)
Pensativo, esperando a que llegara su transporte, vio a una menuda y buena moza mujer de rasgos asiáticos. Pensó –debe ser la mamá del chino won –y entonces vio salir a Mao. Notó que venía triste y restregándose la cara. Quizá había estado llorando, a juzgar por la hinchazón de sus pequeños ojos y por las manchas de tierra en su rostro. La madre lo interpeló en su idioma, y el niño, mudo, solo negaba con la cabeza. Finalmente lo tomó de la mano, muy enfadada, y subieron a un automóvil estacionado algunos metros más allá. Llegó el furgón escolar. Camino a casa S*** pensaba en el niño asiático. Se preguntaba qué podía estar haciendo aquí, del otro lado del mundo.  

Al llegar a casa todo era silencio en un obscuro pasaje laberíntico. El niño no conocía nada de ese nuevo lugar. Era su primer día en el nuevo barrio, y los golpeteos en la puerta fueron en vano, no había nadie en el hogar. Quién sabe dónde se encontraban. La calma fulguraba atizada por un tenue farol mientras las horas pisaban el empedrado llenas de letargo. El chico se sentó bajo el dintel a esperar a que volvieran sus padres. A ratos veía como las carcomas jugueteaban alrededor de los quinqués de las casas aledañas. El silencio se hacía sordo, y allí seguía, con más cuidado que esperanza. El Cristo del nuevo Milenio colgado en una puerta, de la casa de enfrente, le hizo recordar una singular anécdota, que por cierto, jamás ha contado, por eso preferiría no mencionarla en este relato, pero si no lo hago, no entenderían de qué se trata:

Resulta que cierta vez, cuando el niño aún vivía en los bloques del Johnny Cien Pesos, había una casa que al parecer estaba embrujada, o a lo menos, habitada por alguien que daba mucho miedo. El hecho es que una noche, un tiempo atrás, muy fría y lóbrega noche de San Juan, de cuerdas sin guitarra, de higueras sin frutos prohibidos y muertes rondando siniestras por los establos, él, luego de ir a arrojar la basura al incinerador (que quedaba inmediatamente contiguo a dicho departamento), al final de un largo pasillo, S*** se detuvo frente a la terrorífica morada, y aunque jamás quiso mirar, aquel día, una fuerza seductiva, o la mera curiosidad, como dicen, mató al gato, y en este caso espantó al chico. Que impresión se habrá llevado. La mirada fría, la oscuridad tras las persianas de la ventana, el frío sublime que invadía su pecho, su boca muda, las piernas estáticas, el corazón palpitando, la disnea persistente. Del otro lado había un decrépito señor penetrándolo con su mirada de seniles cristales, ardido por la cólera de la soledad y el vacío de la muerte. Como pudo desenredó su lengua, desahogó su pecho, liberó sus piernas. Corrió y gritó a través del corredor infinito. Hasta el día de hoy no sé sabe por qué.

Los minutos seguían pasando, ni rastros de sus padres. La calle estaba vacía. El Cristo no le quitaba los ojos de encima, lo miraba con resquemor, y hasta con cierto despotismo, restregándole en la cara cada uno de sus santos pecados. Estaba calado de miedo, pero cerraba los ojos y trataba de acordarse de cosas placenteras. Pero una suerte de vacío no lo dejaba remembrar. De pronto levantó la vista. Miró al cielo. Y en medio de la oscuridad del callejón, sosteniendo techos de cinc estaba la luna, siempre incrédula, menguando o creciendo, nunca lo supo; la verdad, nunca lo sabe. Se quedó viéndola largo rato, casi olvidando lo demás, las horas, el miedo, la bruma, el sopor. Hasta que en medio de la malentendida soledad, en una esquina de la calle, se dibujó una silueta; algo larguirucha, esmirriada y dromedaria. Era un hombre. Parecía de otro tiempo, fuera de éste, tan infame y mortuorio. Allí estaba él, embriagado de una calidez sincera, embozado entre las arrugas de su roído traje, melancólico, silente, mirándolo, solo eso. Aquel no le daba miedo, es más, se sentía seguro con esa presencia que le ahuyentaba los malos pensamientos, y de paso le hacía la cruz al Cristo del nuevo Milenio. Le era extrañamente familiar. Volvió a mirar la luna que era ofrendada por el aullido de los perros. Esta vez creyó que le sonreía. De pronto, una luz le cegó los ojos. Eran las luces altas de un automóvil. Sus padres y hermanos bajaron del Renault blanco. Joaquín venía con un cachorro en los brazos –Llevas mucho rato esperando –preguntó la madre. Y él le contestó –apenas diez minutos (en realidad llevaba más de una hora). Se quedó viendo al cachorro y le hizo algunos mimos tiernos. Era un cachorro de afilada nariz, puntiagudas orejas, redondos ojos negros, suave pelaje negro con pringues blancos en las patas y una enorme lengua rosada que no hacía más que babear. –Se llama Chan Chan –le comentó su intrépido hermano con una enorme sonrisa en los labios. Jazmín y Vicente entraron a la casa seguidos de los niños que jugueteaban con su nueva mascota. S*** se quedó en el umbral de la puerta. En medio del  gargajo nocturno, quiso, haciendo señas, despedirse del misterioso individuo, pero este había desaparecido. Inquieto y contrariado siguió buscándolo con la vista por toda la callejuela. –Qué te pasa, qué te quedas parado allí como tonto –volteó el padre a preguntar, con una expresión de no muy buenos amigos. –Nada, es solo que... –tartamudeó S*** y que se quedó en silencio –no, nada –concluyó mientras cruzaba a través de las jambas  y lentamente ponía la tranca a la puerta, con la esperanza de que el hombre apareciera  antes de cerrarla por completo. Una vez casi  toda atrancada creyó verlo a través de una pequeña hendija y abrió de sopetón. El signo de interrogación se dibujaba en su cara. No había nada ni nadie allí. Resignado cerró de un portazo. Caminó a su cubículo, pensando que quizá era verdad lo que decían los médicos, y que aquel sujeto no había sido más que una entelequia suya. Una alucinación. Esa noche no pudo dormir, no solo por la tribulación de aquella silueta que creyó haber visto, el insomnio también se lo daba Chan Chan, que insistía en trepar hasta su cama y dormir junto a él.