La casa nueva es grande. Cualquiera lo es al lado del antiguo departamento. Tiene tres habitaciones y un patio trasero lo suficientemente amplio como para practicar mi juego. En especial los tiros libres.
Extraña mañana. Primeros días de un frío mes de Junio. S*** se alistaba para ir al colegio. Su primer día de clases después de casi tres meses. No exento de raras sensaciones. –No digas nada sobre tu diagnóstico –le dijo enfáticamente Jazmín mientras arreglaba el cuello de la camisa de su hijo –tuviste una severa hepatitis, no más que eso. Pero la saliva de la madre fue malgastada. A la primera mirada indecorosa y palabra malintencionada de un compañero de escuela, S*** respondió con un inofensivo –Sí, los doctores dicen que estoy medio loco –lo que generó en algunos de los niños, una suerte de admiración hacia él. Y en el resto, motivo de constantes burlas, bromas, cuchicheos, rumores y bisbiseos malignos a los que se iría acostumbrando con el correr de las semanas. Cárdenas, un muchacho pequeño, delgado, moreno, de cabello liso y expresivos ojos negros, le ofreció un asiento junto a él. Se conocían desde el preescolar, pero nunca antes habían hablado. Para ser más franco, en cuatro años de colegiatura, el niño no había cruzado palabra con nadie a excepción de Márquez, que también hablaba poco y que aquel día no había ido a la escuela debido a una amigdalitis de cierto cuidado. Detrás de Cárdenas, se sentaba Lillo, un pequeño y cegato rechoncho de mejillas sonrosadas que usaba anteojos con cordel de seguridad. Junto a él, justo detrás de S***, se sentaba Rojas, un chico alto y atlético, con expresión dura, de piel trigueña y cabello castaño, a quien la profesora ubicó allí para ser ayudado por el guatón Lillo a mejorar su rendimiento. Tras ellos se sentaba Mao, un pequeño oriental de cabellos chuzos y ojos rasgados, a quien el resto de los compañeros apodaban Chino Won. Junto a él, se hallaba el puesto vacío de Márquez. La clase fue de lo más normal. Un poco de la Flora y Fauna chilena. Un poco de la guerra de Independencia y un poco de llaves de sol y negras corcheas comandadas por la Profesora Rosa. A la salida, mientras esperaba al tío del furgón, Rojas se acercó a hablarle:
–Así que estabas en un manicomio –preguntó inocentemente.
–Un hospital normal no era –respondió S***.
–Pero tú no estás loco –le dijo mirándolo de hito a hito –quizá eres un poco callado, igual que Márquez, pero loco,… ¡Bah!,… no, tú no estás loco… ¡Yo sí que conozco personas locas!
Ambos se quedaron en silencio durante un momento.
–Vale, nos vemos mañana –añadió Rojas y se alejó cruzando la calle con discreción.
S*** le hizo un gesto de despedida y se quedó a solas en el porche de la escuela. Por su lado pasó corriendo Cárdenas, a quien lo esperaba la tía del transporte escolar. Al verlo, el morenito le hizo un chao con la mano. Luego pasó, junto a su madre, el guatón Lillo, quien cordial y sonriente le dijo –Chao V., que llegues bien a tu casa.
(Se preguntará usted, lector, ¿por qué el guatón Lillo llama V. a nuestro protagonista? Pues la respuesta es fácil. No sé si en todas partes del mundo será igual. Pero acá en Chile, la estructura militarizada de la escuela pública, acostumbró a los niños, cual si perteneciesen a un infortunado pelotón del desembarco de Normandía, a llamarse por el apellido paterno. Dicho sea de paso, entenderá usted mi querido amigo que el apellido de S*** es V., y que es probable que en estos pasajes de su vida escolar lo sustantive de este modo.)
Pensativo, esperando a que llegara su transporte, vio a una menuda y buena moza mujer de rasgos asiáticos. Pensó –debe ser la mamá del chino won –y entonces vio salir a Mao. Notó que venía triste y restregándose la cara. Quizá había estado llorando, a juzgar por la hinchazón de sus pequeños ojos y por las manchas de tierra en su rostro. La madre lo interpeló en su idioma, y el niño, mudo, solo negaba con la cabeza. Finalmente lo tomó de la mano, muy enfadada, y subieron a un automóvil estacionado algunos metros más allá. Llegó el furgón escolar. Camino a casa S*** pensaba en el niño asiático. Se preguntaba qué podía estar haciendo aquí, del otro lado del mundo.
Al llegar a casa todo era silencio en un obscuro pasaje laberíntico. El niño no conocía nada de ese nuevo lugar. Era su primer día en el nuevo barrio, y los golpeteos en la puerta fueron en vano, no había nadie en el hogar. Quién sabe dónde se encontraban. La calma fulguraba atizada por un tenue farol mientras las horas pisaban el empedrado llenas de letargo. El chico se sentó bajo el dintel a esperar a que volvieran sus padres. A ratos veía como las carcomas jugueteaban alrededor de los quinqués de las casas aledañas. El silencio se hacía sordo, y allí seguía, con más cuidado que esperanza. El Cristo del nuevo Milenio colgado en una puerta, de la casa de enfrente, le hizo recordar una singular anécdota, que por cierto, jamás ha contado, por eso preferiría no mencionarla en este relato, pero si no lo hago, no entenderían de qué se trata:
Resulta que cierta vez, cuando el niño aún vivía en los bloques del Johnny Cien Pesos, había una casa que al parecer estaba embrujada, o a lo menos, habitada por alguien que daba mucho miedo. El hecho es que una noche, un tiempo atrás, muy fría y lóbrega noche de San Juan, de cuerdas sin guitarra, de higueras sin frutos prohibidos y muertes rondando siniestras por los establos, él, luego de ir a arrojar la basura al incinerador (que quedaba inmediatamente contiguo a dicho departamento), al final de un largo pasillo, S*** se detuvo frente a la terrorífica morada, y aunque jamás quiso mirar, aquel día, una fuerza seductiva, o la mera curiosidad, como dicen, mató al gato, y en este caso espantó al chico. Que impresión se habrá llevado. La mirada fría, la oscuridad tras las persianas de la ventana, el frío sublime que invadía su pecho, su boca muda, las piernas estáticas, el corazón palpitando, la disnea persistente. Del otro lado había un decrépito señor penetrándolo con su mirada de seniles cristales, ardido por la cólera de la soledad y el vacío de la muerte. Como pudo desenredó su lengua, desahogó su pecho, liberó sus piernas. Corrió y gritó a través del corredor infinito. Hasta el día de hoy no sé sabe por qué.
Los minutos seguían pasando, ni rastros de sus padres. La calle estaba vacía. El Cristo no le quitaba los ojos de encima, lo miraba con resquemor, y hasta con cierto despotismo, restregándole en la cara cada uno de sus santos pecados. Estaba calado de miedo, pero cerraba los ojos y trataba de acordarse de cosas placenteras. Pero una suerte de vacío no lo dejaba remembrar. De pronto levantó la vista. Miró al cielo. Y en medio de la oscuridad del callejón, sosteniendo techos de cinc estaba la luna, siempre incrédula, menguando o creciendo, nunca lo supo; la verdad, nunca lo sabe. Se quedó viéndola largo rato, casi olvidando lo demás, las horas, el miedo, la bruma, el sopor. Hasta que en medio de la malentendida soledad, en una esquina de la calle, se dibujó una silueta; algo larguirucha, esmirriada y dromedaria. Era un hombre. Parecía de otro tiempo, fuera de éste, tan infame y mortuorio. Allí estaba él, embriagado de una calidez sincera, embozado entre las arrugas de su roído traje, melancólico, silente, mirándolo, solo eso. Aquel no le daba miedo, es más, se sentía seguro con esa presencia que le ahuyentaba los malos pensamientos, y de paso le hacía la cruz al Cristo del nuevo Milenio. Le era extrañamente familiar. Volvió a mirar la luna que era ofrendada por el aullido de los perros. Esta vez creyó que le sonreía. De pronto, una luz le cegó los ojos. Eran las luces altas de un automóvil. Sus padres y hermanos bajaron del Renault blanco. Joaquín venía con un cachorro en los brazos –Llevas mucho rato esperando –preguntó la madre. Y él le contestó –apenas diez minutos (en realidad llevaba más de una hora). Se quedó viendo al cachorro y le hizo algunos mimos tiernos. Era un cachorro de afilada nariz, puntiagudas orejas, redondos ojos negros, suave pelaje negro con pringues blancos en las patas y una enorme lengua rosada que no hacía más que babear. –Se llama Chan Chan –le comentó su intrépido hermano con una enorme sonrisa en los labios. Jazmín y Vicente entraron a la casa seguidos de los niños que jugueteaban con su nueva mascota. S*** se quedó en el umbral de la puerta. En medio del gargajo nocturno, quiso, haciendo señas, despedirse del misterioso individuo, pero este había desaparecido. Inquieto y contrariado siguió buscándolo con la vista por toda la callejuela. –Qué te pasa, qué te quedas parado allí como tonto –volteó el padre a preguntar, con una expresión de no muy buenos amigos. –Nada, es solo que... –tartamudeó S*** y que se quedó en silencio –no, nada –concluyó mientras cruzaba a través de las jambas y lentamente ponía la tranca a la puerta, con la esperanza de que el hombre apareciera antes de cerrarla por completo. Una vez casi toda atrancada creyó verlo a través de una pequeña hendija y abrió de sopetón. El signo de interrogación se dibujaba en su cara. No había nada ni nadie allí. Resignado cerró de un portazo. Caminó a su cubículo, pensando que quizá era verdad lo que decían los médicos, y que aquel sujeto no había sido más que una entelequia suya. Una alucinación. Esa noche no pudo dormir, no solo por la tribulación de aquella silueta que creyó haber visto, el insomnio también se lo daba Chan Chan, que insistía en trepar hasta su cama y dormir junto a él.
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