Hacía una tarde lánguida de domingo, de esas en las que no hay mucho por hacer. En la televisión pasaban una vieja película británica en blanco y negro: Oliver Twist, basada en la novela homónima de Charles Dickens. Afuera el aire de fines de agosto carraspeaba las gargantas de los transeúntes. El tedio era irresistible. S*** estaba solo en casa junto a su padre que dormía la mona del día anterior. El personaje de Fagin le producía un miedo inconmensurable. El teléfono comenzó a sonar y el niño corrió a contestar la llamada, que atendió un sujeto que no le dijo su nombre y que preguntaba por Vicente con una expresión de no muy buenos amigos. El chico se paró en el umbral de la puerta de la habitación de su padre con el auricular en la mano y lo despertó retraídamente, a lo que un soñoliento y malhumorado Vicente entreabrió un pegoteado ojo y lo miró severo –Tienes teléfono –añadió tímidamente S***. El hombre, refunfuñando, se levantó y cogió de malagana el aparato mientras el niño volvía a la habitación de sus hermanos a ver cómo seguía la historia del pequeño huérfano londinense. No alcanzaba a acomodarse cuando su padre lo llamó y le ordenó arreglarse para salir. Por lo que, resignado a no ver el final de la historia de Oliver y muy extrañado también por el día y hora de la salida, el muchacho cogió un chaleco, se lavó los dientes y salió de la casa junto a Vicente. Subió al automóvil, se puso el cinturón de seguridad y encogidamente preguntó –Dónde vamos –no hallando más respuesta que un tibio y desganado –Al trabajo de tu abuelo. Cosa que le pareció más inaudita todavía. Vicente encendió la radio. Sonaba el comentario de Pirincho Cárcamo en Futuro, quien de paso, durante el especial programado a la música de The Beatles, madrugaba a los oyentes con la noticia de la muerte de la princesa Diana en un accidente de tránsito en la ciudad de Paris. Durante el trayecto pasaron a buscar a un sujeto, el mismo de la llamada, en una esquina de la calle General Velásquez con Av. 5 de Abril. Era un tipo moreno y de expresión ceñuda. No dijo muchas cosas durante el camino. Solo se remitió a mirar el gentío dominical que avanzaba, con cierta angustia, por un costado de la Av. Pedro Aguirre Cerda, y a seguir el ritmo de Heres come the sun golpeando sus rodillas suavemente con las manos. Al cabo de un rato llegaron a la población El Sauce, en la novata comuna de Cerrillos. Se detuvieron frente a un enorme portón de color negro que el niño recordó de aquel fin de semana en casa de sus abuelos. Solo Vicente bajó del vehículo. Cogió, a falta de timbre, una piedra del suelo y comenzó a golpear el acorazado. No fue necesario que golpease tanto pues, una atenta Silene abrió de inmediato, y ayudada por su hermano Armando abrieron rápidamente el portón para que ingresara el vehículo. El sitio era grandioso, casi sacado de una película de acción ochentera de esas que solían dar por la televisión, justamente, las ociosas tardes de domingo. Una treintena de camiones de combustible descansaban en el lugar, y al final de estos una bomba bencinera que alimentaba a los transportadores parecía ser el tesoro perdido del pirata Sir Francis Drake. Allí precisamente los esperaba Rolando junto a una decena de bidones cargados. Vicente estacionó el auto junto al abuelo del chico y en cosa de segundos llenaron el maletero de este con los recipientes de petróleo.
“…Para que lo entienda bien el lector quisiera detenerme a aclarar un asunto. No se trata de que Rolando robase petróleo de la bencinera que debía resguardar. El robo era a los estanques de combustible de la treintena de cansados camiones. Sin embargo, no por eso hablaremos de un robo o hurto menor, puesto que, de cada camión podían ser extraídos alrededor de dos a tres litros de petróleo. Todo esto hasta cuatros veces por semana. Y si hacemos el ejercicio. A un total de 40 camiones a razón de 2.5 litros de petróleo cada uno, se lograba juntar la no poco significativa suma de 100 litros del codiciado combustible. Estos eran vendidos a un menor precio (150 pesos por litro en aquellos años) a un sujeto que lo utilizaba para cargar su camión y salir del país, al parecer para sacar afuera artículos de contrabando. La regla era algo así como: Todos ganamos, todos contentos, todos callados. De modo que lo que deduce este simple ejercicio es que la ganancia podía ser semanalmente de unos 60.000 pesos aproximadamente. Suma que era dividida en dos partes iguales entre Rolando y Vicente. El sujeto misterioso, se preguntará usted mi leal lector, no se trata más que de un sicario que hacía solo algunas semanas había salido de un recinto penitenciario en Colina y que trabajaría como chofer del camión contrabandista. En el coloquio o jerga delictual, y dada su condición, se trataba apenas de un soldado dispuesto a todo”.
Acabaron de llenar el maletero cuando de pronto los alarmó un ruido que provenía del acceso. El primero en sobresaltarse fue el sujeto de la llamada, que en el momento en que se abría el portón de entrada llevó su mano al interior de la chaqueta y dejó entrever una semiautomática de calibre 45. De inmediato Rolando pidió calma –Tranquilos, aquí no ha pasado nada –dijo –Debe ser el hijo de Don Charly que quedó de venir a buscar unos papeles. A lo que Vicente, algo alterado, lo interpeló diciéndole –Cómo no me dijo eso antes. –Acaso íbamos a echar pie atrás –agregó secamente Rolando –dígale a su amigo que se calme mejor y que se esconda dentro de algún camión mientras tú te vas tranquilamente con mis hijos, pues eres como de la casa, y lo esperas en el restaurante mientras yo hablo con Carlitos–. En ese momento S***, que aún se encontraba dentro del auto, mudo y sin entender mucho lo que estaba sucediendo, se preguntaba sobre la suerte de Oliver. Armando y Silene subieron junto a él y comenzaron a desviar su atención, aunque tampoco era muy preciso, pues el pequeño prefirió quedarse en los recovecos malolientes de Londres y no preguntar nada de lo que estaba pasando. Vicente subió al automóvil y echó a andar. A la entrada se cruzó con el joven, a quien conocía de hace un par de años, y lo saludó cortésmente, Armando y Silene hicieron lo mismo, con la naturalidad y pasividad de quien fuera un Al Capone en los tiempos de ley seca. Vicente trató de salir como si nada, confiando, por un lado en que Rolando sabría manejar la situación con Carlos, aunque muy preocupado por la reacción de Manuel, el sujeto de la llamada que se hallaba oculto dentro de un camión de combustible con una semiautomática debajo de la chaqueta. Entraron al restaurante. Era un lugar pasado de moda, con una barra muy alta, viejos pisos de madera y algunas mesas repartidas por el lugar. No había mucha gente, quizá la de siempre, la de todos los domingos, los borrachos que insisten en no acabar la tomatera hasta quedarse sin crédito o hasta que los echen a patadas. Vicente seguía intranquilo, no así los muchachos que eran conocidos en el lugar y se dieron maña de fiar tres bebidas para ellos y su sobrino y una cerveza para su sediento tío a cuenta de su padre. Mientras tanto en la oficina, Rolando sostenía una punzante conversación con Carlitos, quien había llegado con el humor de quien tiene que trabajar un día domingo. –Mi padre dijo que había una máquina que estaba perdiendo petróleo,… y que hay que llevarla al mecánico, pero necesito los papeles y no los encuentro –decía mientras revolvía los escritorios de la oficina y Rolando, nervioso, miraba hacia los estacionamientos. –No se habrán quedado dentro de algún camión –se dijo de pronto en voz alta –voy a ir a buscarlos –agregó. A lo que Rolando solo atinó a acompañarle en su búsqueda. Hacía una noche adusta, de tenues colores azulosos. El joven comenzó a revisar camión por camión, encendía luces, trajinaba la guantera, auscultaba debajo de los asientos, de las puertas, mientras el abuelo de S*** buscaba copiosamente en los otros camiones con la velocidad de un chita con hambre, puesto que no alcanzó a darse cuenta en cuál de ellos había subido Manuel y temía por una desgracia pues se había dado cuenta de lo decidido que podía ser aquel hombre de la pistola calibre 45. En tanto Manuel, oculto justamente en el camión con la falla, comenzó a impacientarse y a sudar frío. Pasó la bala y se estuvo aguantando la respiración para jalar del gatillo y dispararle al primer hombre que abriese dicha puerta. Pasaron unos minutos. Rolando había revisado la mayoría de los camiones, en tanto Carlos se encontraba revisando el que estaba contiguo al que se hallaba escondido Manuel. No encontró nada y se pasó a la cabina de la guarida del sicario. El joven trepó la escalinata y se disponía a abrir cuando escuchó los gritos de Rolando diciendo –Aquí están,… aquí están Carlitos estos son –Carlos bajó de la escalerilla y se unió a él. –Son estos o no –preguntó Rolando sabiendo que no lo eran, pero consciente de que aquel era el único camión que faltaba por revisar y que allí podía estar Manuel esperando a abrirse fuego contra cualquiera. Rolando, mientras Carlos hojeaba los papeles, se acercó al camión y comenzó a mirarlo por fuera y notó que aquel era el que chorreaba petróleo –Oiga jefe, mire,… este es el camión con la falla,… venga vea –lo llamó haciéndole señas con la mano –Sí, ya veo… pero estos no son los papeles del camión –Le dijo Carlos. –Deben estar adentro,… voy a verlos enseguida –repuso Rolando, que aprovechando el descuido del hijo de su jefe se subió al camión y abrió la puerta de sopetón. En ese momento encontró a Manuel, traspirando y apuntándolo con una Colt M1911 directo a la frente. Rolando le hizo un gesto de guardar silencio con el dedo. Abrió la guantera del camión y sacó los papeles que Carlos necesitaba. –Aquí están, estos sí que son –le dijo mientras le pasaba los papeles. El joven les echó una mirada. –Sí estos son –se dijo tras cerciorarse de que lo eran –Déselos mañana al muchacho del taller que viene a buscar el camión –y se los extendió a Rolando –pero sabe, mejor déjelos en la guantera nomás,… no vaya a ser cosa que se les olvide –le dijo mientras le volvía a pasar los papeles a Rolando, quien los recibió con una tembladera de cuerpo completo, puesto que no quería volver a entrar a la cabina donde se hallaba aquel hombre armado dispuesto a acribillarlo con las dos cargas de su semiautomática. –Ya pues qué espera, que se queda ahí parado –le dijo el joven en un tono poco amigable y a quien se le veía cansado y choreado –Guarde esos papeles. Rolando volvió a subir a la cabina de la máquina, pero esta vez abrió la puerta lentamente, llevándose tamaña sorpresa al no hallar a Manuel allí, lo que hizo aún más evidente su nerviosismo. Bajó del camión y caminó por el ripio de los estacionamientos de vuelta a la oficina junto a Carlos. –Le pasa algo –le preguntó el muchacho. –Nada, me bajó un poco la presión nada más –respondió Rolando –usted sabe,… la diabetes me tiene medio malito –agregó. –Pero podría haber avisado antes pues hombre,… y le hubiésemos dado la noche libre –prorrumpió Carlos con una voz ahora más amable. –No, si no es nada,… ahora me tomo las pastillas con un tecito y se me pasa –añadió Rolando con una sonrisa aún nerviosa. El muchacho cogió sus cosas, se subió al auto mientras Rolando le abría el portón, y se despidió de este con un gesto de mano y añadiendo –No se olvide de soltar a los perros. Rolando, en ese momento, quizá más viejo y cansado que nunca, dio un largo suspiro de alivio tras juntar las enormes puertas. En ese momento reapareció Manuel junto a él, quien sin decir palabra alguna solo se remitió a preguntarle dónde se encontraba dicho restaurante. Rolando, todavía tiritón, le dio las indicaciones para llegar al lugar y el contrabandista salió del recinto con la parsimonia de quien no le teme a nada en absoluto. Rolando se sentó en un sillón de la oficina a beberse un té. Encendió una vieja televisión en blanco y negro y durante largo rato se quedó impávido mientras revolvía el té con la cuchara mirando las noticias sobre la muerte de la princesa Diana de Gales en un accidente automovilístico. En el momento en que Manuel entró al restaurante el padre de S*** volvió a respirar tranquilo. Los niños ya habían acabado sus refrescos, y que decir de Vicente que había aniquilado su cerveza. Manuel se sentó en la barra, pidió dos cervezas más para ellos y tres bebidas y tres completos para los menores. -Deben tener hambre -dijo amistosamente. Al cabo de un rato salieron del lugar, y ya más tranquilos emprendieron camino hacia la Gran Avenida. Eran las nueve con treinta de la noche. Todavía quedaba trecho por recorrer.
(El 16 de septiembre de 1980 tropas iraquíes invadieron Irán atacando la provincia de Juzestán. Se preguntará usted lector, por qué digo esto. O que me importa a mí las guerras entre países de por sí bélicos, cuyas diferencias parten de la base de sus ideologías religiosas y delimitaciones territoriales. Pero creo, no lo asevero del todo, que no es tan así. Y usted debe saber, o ya lo ha adivinado, que la madre del cordero es el petróleo. Sí señor, el ORO NEGRO. Hussein invadió Juzestán por ser provincia rica en el tan anhelado combustible. Y la consecuencia, ante la respuesta de los jóvenes voluntarios iraníes, fue una guerra que duró hasta 1988. Dos años después Saddam quiso hacer lo mismo, pero esta vez se trataba de invadir el Estado de Kuwait, reclamando que dicho gobierno había estado extrayendo combustible en parte de su territorio. Claro está, aquel hombre no contaba con que el superhéroe George H. W. Bush, también interesado en el codiciado petróleo, organizara a las Naciones Unidas y comandara junto a su país y toda la liga de la justicia, un ataque al país de Irak y una conspiración en contra del líder político Saddam Hussein, iniciando la llamada “Operación Tormenta del Desierto” o, según palabras del mismo líder iraquí, la que fuere considerada “Madre de todas las batallas”. Concedo al lector la facultad de elegir como llamarla. Y la historia suma y sigue, pues en cuatro años más, a contar de la fecha de hoy, se llevará a cabo un atentado al corazón del capitalismo, en el que indirectamente se verá involucrado el protagonista de esta historia, lo que detonará, dos años después, en otra guerra e invasión norteamericana a Irak. Y todo esto por qué se preguntará usted. Nada más que por una simple mezcla de hidrocarburos insolubles en agua).
Finalmente llegaron a La Cisterna, comuna de la parte sur de Santiago. Vicente estacionó frente a una pequeña casa esquina con un antejardín recubierto de ligustrinas. Bajaron del Renault blanco con Manuel y entraron al inmueble cuya puerta de entrada estaba entreabierta. S*** se quedó en el auto junto a sus tíos, quienes trataban de ofrecerle conversación sin obtener éxito alguno, pues el retraído muchacho se contentaba mirando las nubes violetas de la noche y no les tomaba mayor asunto. Al cabo de un rato Vicente salió de la casa haciendo señas a Armando, quien bajó del auto y lo ayudó a cargar los bidones que este comenzó a sacar del maletero y que rápidamente metieron al antejardín de la casa. Armando volvió a subirse al auto y Vicente se quedó conversando con un sujeto fortachón y de mirada encendida debajo de hirsutas cejas. El cansancio en los niños era evidente. Finalmente, al cabo de unos minutos Vicente se subió al carro y echó a andar por la Av. José Miguel Carrera en dirección a Camino Melipilla, pues aún debía ir a dejar a casa a los dos pequeños y astutos cómplices de la transacción. El viaje duró lo que dura un partido de fútbol. Rosa los esperaba sosteniendo el dintel de la puerta. Los muchachos bajaron del auto, se despidieron algo más que hastiados y se entraron a descansar. Vicente bajó del auto y se fumó un apurado cigarrillo junto a su suegra. Volvió a subir al auto y se dispuso a recorrer media ciudad con un soñoliento S***. A eso de las una de la noche (madrugada) volvieron a casa. Dentro todo estaba en silencio. Jazmín se encontraba a solas, entre sollozos de pena e iluminada por una tenue lámpara sobre un arrimo. El pequeño la saludó sin decir nada y se fue a su cuarto pensando en lo mucho que debió haber afectado a su madre la muerte de la princesa Diana.
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