31 de julio de 2012

LUCES DE NAVIDAD


No era mi intención mi buen animado lector (si es que acaso lo tengo) escribir una crónica navideña. La verdad es que hay tanto de eso en los libros, las revistas, la televisión, el teatro y el cine, que me parecía no menos que redundante hablar de esta fecha del año en que todos los cristianos celebran el nacimiento del niño Jesús (Porque Jesús, al menos aquí en Chile, nació siendo el “niño” Jesús). Pero claro, en nuestros modernos tiempos lo que menos celebramos es eso pues cada vez se ha vuelto más lucrativa y con afanosos fines de consumo esta sagrada festividad. Pero que con ello, dirán los agentes del retail o el bueno de Paulman, si aún existen niños, como el entonces pequeño Quim, que aún piensan que los juguetes los reparte el Viejo Pascuero en un trineo volador arreado por renos.

S*** no estaba ni ahí (como hubiera dicho el tenista Marcelo Ríos en esos años) con la navidad. Sabía que todo era una farsa. Y pese a que la profesora de catequesis trató de explicarles el verdadero sentido de la noche buena, el niño no se interesó ni lo más mínimo por ser elegido para interpretar el rol de Baltasar en el pesebre navideño de la iglesia. Francamente aquello le parecía absurdo. No soportaba la idea de mostrarse ante el público asistente a la misa del gallo como un misionero negro que le obsequia mirra a un recién nacido. Ridículo –Me veo ridículo –pensaba mientras su madre le probaba la sotana de rey mago. Pero más le irritaba mirar hacia un costado y ver a su prima Clemátide tan orgullosa de ser caracterizada como la virgen María. Esa tarde antes de la misa, como nunca hizo notar su malestar. Sin embargo, era tanto el chocheo de los adultos, en especial por los más pequeños y los pastorcitos, que nadie le prestó atención a sus silenciosos berrinches. Que por lo demás, estaban perfectamente justificados pues, dado que el muchacho era muy pálido y le tocaba representar a Baltasar, el supuesto rey mago de color negro, su madre le embadurnó por completo la cara y las manos con betún negro para lustrar zapatos. La ira del muchacho era completa y razonable. Fue entonces que ya avanzada la misa del gallo, y en un arranque de furibunda rabia en contra de un niño que hacía de Melchor y que se burló de él durante toda la misa, que no encontró nada más apropiado que decirle –el viejo pascuero no existe, animal bruto. Desgraciadamente para mí bienaventurado S***, Quim, vestido de pequeño pastor de ovejas, lo escuchó y gritó visceralmente: ¡Mentira!, y aquel estruendo repentino del pequeño, ensalzó la comunión de los feligreses mientras el sacerdote hablaba de la magnanimidad de Dios. El cura, de la pura impresión, derramó el cáliz de vino sobre la cara, el cabello y el vestido de la virgen María, la prima de S***, que a su vez estalló en un chillido  tan grande que casi rompe el vitraux de toda la iglesia. Sabina, la madre de Clemátide, intentó calmar a su hija, que lloraba a mares mientras el sacerdote le restregaba el cabello con agua bendita. Por su parte, un descontrolado Quino no cesaba de gritarle a su hermano que era un mentiroso, mientras el rey mago Melchor no lograba salir de su trance, y su madre trataba de reanimarlo a punta de bofetadas. La misa se convirtió en un desastre. El pesebre completo tuvo que abandonar el altar donde tan ceremoniosamente había sido instalado. Jazmín tomó al niño Jesús (su hijo menor), que lloraba de hambre, en brazos y a Quim de la mano, y S*** la siguió a sabiendas de que todo el meollo había sido a causa de él y su boca de jarro, y que más temprano que tarde iba a ser regañado muy severamente. A Melchor lo sacaron tieso de la impresión, y a Clemátide la calmaron diciéndole que seguía siendo la virgen María más hermosa del planeta. Los pastorcitos, las ovejas, José y Gaspar no entendían nada de lo que pasaba y se marcharon, cabeza gacha, junto al resto del rebaño a una salita de la capilla donde los estaban esperando, la profesora de catequesis y sus respectivos padres.

                                                                                  ***

Al llegar a casa, como si nada, S*** se metió a la bañera. Se restregaba fuertemente, casi haciéndose daño, para sacarse el betún de la cara y las manos. Nadie había entendido nada de lo sucedido. Quim no había dicho ni media palabra de lo que había pasado durante la misa, en realidad llevaba bastante rato sin decir algo. De regreso a casa solo limitó a mirar el paisaje a través de la ventana. A la vez triste, y a la vez maravillado con las luces navideñas que decoraban algunas calles de Santiago, y deseando que en todos lados fuese igual. S*** se dio cuenta de lo que había hecho, y le avergonzaba sobremanera mirar a su hermano a la cara. Al salir del baño y entrar a su cuarto oyó que Joaquín sollozaba mientras miraba una vieja película navideña. La culpa lo comenzó a intranquilizar. Cenaron en el patio. Jazmín se había esmerado mucho para complacer a la familia. Preparó una entrada de centollas que Vicente había traído desde Punta Arenas, y como plato de fondo, una exquisita carne al jugo con papas horneadas, y de postre helado lúcuma, chocolate y frambuesa, un sabor por cada uno de sus hijos. La mujer veía la fiesta navideña como una festividad para los niños. Minutos antes de las 12 de la noche, Jazmín les dijo a sus niños que debían esconderse porque el viejo pascuero estaba por llegar. S*** miró a Quino a los ojos, y este sin devolverle la mirada tomó de la mano a Pablito y se fueron a esconder al cuarto. S***, detrás y cabeza gacha, entró junto con ellos y se quedó sentado a los pies de la cama del más pequeño. En el living se oían los pasos ansiosos de Vicente y Jazmín acomodando los regalos en el árbol de navidad, haciendo espacio para aquellos que venían por encargo del viejo pascuero. Entonces el padre abrió la puerta y entabló un absurdo diálogo. –Jo, jo, jo, aquí traigo los regalos de sus hijos que tan bien se han portado –dijo Vicente fingiendo su timbre de voz para igualar al de un supuesto Santa Claus bamboche. –Muchas gracias viejito –añadió Jazmín. –Jo, jo, jo,…Feliz navidad –Agregó el actor Vicente y cerró la puerta. En ese momento, Jazmín, entre risas de ilusión, apareció delante de sus hijos. –Niños, vengan… el viejito ya pasó. Pablito salió de su pieza corriendo enloquecido. S*** y Quim se quedaron a solas en la habitación durante un momento. El muchacho no daba más de la angustia e intentó decirle algo a su hermano más pequeño, pero en ese momento Quim se levantó y salió tras de su madre. S*** resignado caminó detrás de ellos. En el árbol de navidad estaban los regalos, los de Santa y los de sus familiares. Y Jazmín, muy emocionada, como todas las navidades en que sus niños fueron niños, repartió los regalos. Primero a Pablo, a quien entregó una enorme caja, más grande incluso que él. El niño, ayudado de su madre, abrió el regalo. Se trataba de una inmensa y didáctica granja de animales. Un segundo regalo era un triciclo. Quim, no con las mismas ganas, abrió su primer regalo, que se sabía que se trataba de una bicicleta (sin ruedas a los lados). –El viejo se dio cuenta que ya habías crecido, entonces te mandó una bicicleta sin rueditas a los lados, como la de tu hermano –profirió Jazmín mientras su pequeño descubría, inanimado, el regalo. –Ojalá la ocupes, no como tu hermano que todavía no aprende a andar en ella –agregó Vicente. A lo que Jazmín repuso –esa es tu tarea pues,… enseñarle. Quim, muy desmotivado, abrió su segundo regalo, que al igual que el de su hermano, era una tremenda caja.  El niño comenzó a quitar los papeles de la caja, y esa expresión ceñuda se fue contagiando de una inmensa felicidad. Un castillo con figuritas, cañones, prisiones, caballeros, dragones y todo. El mismo que llevaba seis meses deseando, y que sus padres no habían podido obsequiarle ni para el día del niño, ni para su cumpleaños. Quim se puso tan contento que casi volaba de alegría, hecho que a S*** lo entristeció aún más. Entonces su madre le dio los obsequios. El primero era, evidentemente, un balón de fútbol. Sin embargo no era cualquier balón. Era un balón profesional, similar al que había pateado a las nubes Roberto Baggio en la final del campeonato del mundo de 1994. El segundo era un paquete pequeño. S***, cuidadosamente, quitó el papel para ofrecérselo a su hermano que desde hacía cuatro navidades los coleccionaba, sin embargo Quim no estaba para parches después de la herida. El regalo era la camiseta alternativa del equipo de Colo-Colo 1997, más precisamente la que ocupaba el capitán Marcelo Espina con el número 8 en la espalda. Cosa que alegró mucho al muchacho, casi al punto de ponerse a brincar en un pie. Pero finalmente al ver a su hermano de soslayo prefirió demostrar su gratitud con unas tibias gracias y un esquivo beso a su madre. Continuaron abriendo los regalos. Ahora con un Quino mucho más emocionado. Perfumes, calzoncillos, calcetines, la teñida de Año Nuevo, un yo-yo, autos de juguete, un trenecillo, etc. Al rato, en medio de un mar de papeles rasgados, los niños pequeños comenzaron a jugar con sus juguetes nuevos, mientras los padres les veían expresos de satisfacción y felicidad. S***, en tanto, salió al patio de su casa. Chan-Chan, su perro, se abalanzó sobre él con tanta fuerza que lo arrojó al piso. Se levantó presto y se sacudió los pelos del lanudo cachorro que seguía alborotado creyendo que el niño había salido a jugar. Pero no, el muchacho, muy angustiado, se quedó quieto en medio del patio mirando hacia el cielo y pensando que aunque el Viejo Pascuero hubiera existido en algún lugar, muchas navidades antes, aquello no cambiaba las cosas. En ese momento, de sopetón, recordó a los niños pobres que no tendrían regalos ni esa ni las siguientes navidades, ni mucho menos una cena tan especial como la que preparó su madre aquella noche buena. Y sintió una furibunda rabia consigo mismo, tanta que le dieron ganas de romper su nuevo balón de fútbol y su camiseta, y todos los regalos que había recibido. Juntaba los puños fuertemente, cuando apareció su hermano Quim y lo tomó del brazo y le entregó un sobre de regalo. S*** lo miró contrariado, y casi a punto de llorar, pero tuvo el valor de enjugar las lágrimas y recibir el obsequio de su hermano menor. –Ábrelo, es tu regalo –le dijo el pequeño Quim V. El muchacho, más avergonzado todavía por no tener un regalo que ofrecer, le dijo –Pero, yo no te hice un regalo. –No se trata de eso –agregó Quim y volvió a entrar a la casa feliz como niño siendo niño.

S*** se quedó a expensas del sobre durante un momento, y delicadamente abrió el paquete. El sobre contenía el ejemplar n° 5 de la revista Barrabases: “Guatón se pone fome”. Se trataba, justamente, del ejemplar que dos años antes Quim le había roto a su hermano, en un arranque de rabia, y que el muchacho por más que había buscado no había logrado encontrar. Con la revista en la mano, y Chan-Chan babeando en frente de él, S*** se sacó un gran peso de encima, y a la vez obtuvo una gran enseñanza. A veces me pregunto, como humilde narrador, que hubiese sido de él, si se hubiese dedicado a recordar ese tipo de cosas y no las más nefastas. Pero en fin, esas preguntas son incontestables, más para mí, que tan solo soy un simple cronista. S*** seguía de pie en el patio, a obscuras, cuando de pronto, una enorme cantidad de destellos azules, rojos, verdes y amarillos, comenzaron a inundar los cielos. Entonces vinieron los fuegos de artificio, que hasta el día de hoy, nadie sabe de donde salieron. Pero para tranquilidad suya, mi buen y solidario lector, usted lo sabrá más adelante. S*** escuchó los gritos y las risas alegres de los niños que comenzaron a dejar sus casas para inundar de algarabía el iluminado pasaje, e impregnado de aquel espíritu, se unió al jolgorio. Los padres miraban, atónitos y maravillados, las luces que de un momento a otro encendieron el cielo de una deslucida calleja, mientras Pablito y Quim revoloteaban detrás de los renos de artificio que iban de un extremo a otro de la calle, entre carillones, duendes, estrellas y lunas de colores. Todo el mundo se agasajó de un espíritu quimérico. Aquel suceso es conocido hasta hoy, como el milagro de la calle de los Almendros. Para S*** se trataba de las Luces que cada cierto tiempo se encendían, para recordarles, a niños como él (quizá muchos), el sentido de la navidad,  mi lector querido.

12 de abril de 2012

ST. LEGER.



Pompeyo contra Puerto Madero y el favorito Apolo Dorado

En medio de un acalorado día de diciembre, y mientras la gente se apostaba en los barrios populares de Santiago en busca del mejor regalo navideño, los jinetes ajustaban las riendas de sus caballos para correr la terna de la Tripe Corona Nacional y desafío máximo del Hipódromo de Chile. El Clásico St. Leger. Fue la última mañana de la primavera del 97. En el aire había una nerviosa sensación de quietud proveniente del recinto de la plaza Chacabuco, la que era contrarrestada por el rumor sofocante de la atiborrada Calle Meiggs, donde la gente iba y venía en busca de obsequios. Precisamente esa mañana Jazmín las hacía de delegado comercial del “Viejo Pascuero”  y dejaba las patas en la calle buscando los regalos de Navidad para sus tres pequeños hijos, teniendo especial consideración para con S***, quien pese a su trastabillado paso por el centro de rehabilitación logró salir sobresaliente en la escuela. La muchacha salió muy temprano de casa, temprano al menos tratándose de un día sábado donde lo que menos quiere el ciudadano común es levantarse a prematura hora. Vicente despertó a sus muchachos a media mañana, les dio el desayuno y se ocupó de bañar al más pequeño. Antes del mediodía salieron en el Renault color blanco rumbo a la avenida Independencia. Habían sido invitados a almorzar donde los padres de este. La casa estaba en Recabarren, un antiguo barrio de la Cañadilla, cerca del estadio Santa Laura, relativamente cerca de la escuela de S*** y muy cerca también del Hipódromo de Chile.

Los padres de Vicente son Antonio y Camelia. El primero fue nacido y criado en Viña del Mar, es de baja estatura, medio orejón, usa un cardado bigote debajo de una prominente nariz, es fanático de la hípica, del tango, de Magallanes y de la poesía de García Lorca, en especial del poema “La casada infiel”. Camelia es una mujer muy pequeña y sumisa, aunque de fuerte carácter. Nació en la ciudad de Osorno, pero fue criada por su madrina en un pueblito cercano a la ciudad de Rancagua. Usa anteojos con sujetador y el cabello corto. Con ellos vive Federico (llamado así en honor a aquel poeta muerto en Granada), su hijo menor, un muchacho de la edad de Armando, que gusta de los videojuegos, las animaciones, tocar guitarra eléctrica y la música grunge. Sueña con formar una banda de rock, pero jamás suelta el joystick. En la casa también vive Manuel, el hermano menor de Antonio, que es casi una copia exacta de este, con la salvedad de que su nariz es mucho más prominente que la ya exagerada nariz de su hermano. Con ellos también vive Rafaelito, un perro quiltro recogido de la calle que fue aceptado en casa con la condición, impuesta por Camelia, de que se llamase como el Niño: Raphael  de España.

Al llegar a la casa de los padres de Vicente, un exquisito aroma culinario le atoró la nariz de epicúreos encantos a S***. Los primeros choclos de la temporada inundaron sus pulmones de un primoroso hálito a dulce maíz cocido. Y aunque venía llegando recién desayunado, esa sabrosa mezcla de olores y sabores que salían de la cocina de Camelia le hacía agua la boca, secándole de paso las comisuras de los labios. Vicente salió junto a su padre y su tío en busca del vino que habría de acompañar la buena mesa. Los dos nietos más pequeños se quedaron acompañando a Camelia en la cocina, mientras S*** miraba atentamente como cada grano descendía de un reloj de arena que adornaba una vieja estantería del living de la casa. Al cabo de un rato apareció Federico y lo invitó a jugar en su consola Supernintendo. Y aunque el muchacho no era muy dado a estos modernos aparatos, no pudo sino conmoverse con los desafíos de Mario Bros, y miraba con minucia a su tío mientras este jugaba en el peligroso mundo de Koppa. El muchacho se divertía, al menos llamaba su atención aquel lugar. En especial, la fotografía de un tipo de pelo largo y pantalón rasgado que sostenía pesarosamente una guitarra. Al cabo de un rato fueron llamados a almorzar. Los tres hombres se sentaron a la mesa, el joven Federico, S*** y sus dos hermanos también, el menor de ellos en una silla especial para los más pequeños. Camelia sirvió los platos de comida. Primero, como si fuera poca cosa, un consomé de pollo que no sabría como describirles, pero de un sabor que solo se podría comparar con la sopa de gallina de campo que el niño probaría un año más tarde en un poblado cercano a Lautaro. Le siguió una refrescante entrada de Tomate relleno con atún, choclo, perejil, cebolla y mayonesa casera. A continuación un pastel de choclo, que solo podía igualarse con las ricas empanadas del dieciocho de setiembre. Y de postre, como no, un sabroso mote con huesillos. Claro está, que de no haber heredado una mano de monja, todo aquello habría sabido como en cualquier restorán costumbrista, pero sin duda alguna la comida de Camelia era en efecto un placer culinario. Y claro está, eliges a una mujer por como cocina; Al menos eso solía decir Antonio, y eligió bien. Mientras hacían la sobremesa y se tomaban el café, no se hablaba de nada más que no fuese la carrera. Y aquí paso a explicar el nombre del título de ésta Crónica. Me refiero al clásico ST. Leger. Para muchos, o al menos para los que viven del lado norte de la capital, “La carrera del año”. Como sea, es la carrera que cierra la terna del Hipódromo de Chile y la segunda etapa de la terna de la Triple corona nacional. Antonio, un acérrimo fanático de la hípica, apostaba por Puerto Madero, a quien veía idóneo para ganar la tercera etapa del Chile (ya había ganado las dos anteriores). Su hermano Manuel, apostaba por Pompeyo, quien ya había ganado El Ensayo (primera etapa de la Triple Corona Nacional), y a quien veían como el caballo capaz de hermanar la hazaña que años antes lograra el mítico Wolf, ganando las tres carreras más importantes de la hípica chilena. Por su parte Vicente, que no era muy lustro en este tipo de acepciones, se la jugaba por Apolo Dorado por mera sugerencia de la revista entendida en la materia. Es decir, porque era el favorito en las apuestas. Mientras los adultos discutían acerca del posible ganador y como rara vez, el mundo deportivo no solo giraba en torno al Deporte Rey, sino al Deporte de Reyes, llegó Jazmín evidentemente acalorada. La muchacha se sentó a la mesa a oír las sandeces que después de la tercera botella de vino hablaban el padre, el hijo y el tío. Camelia le encendió charla a un cigarrillo y Jazmín bebió de sopetón el refrescante vaso de jugo de mote con huesillos que le ofreció su suegra. Los hombres se levantaron de la mesa con bríos de embadurnado carmín en las mejillas. En tanto el Quino jugaba con su tío al Donkey Kong y Pablito dormía a pie suelto en la cama de sus abuelos. Por su parte, S*** no se cansaba de mirar como los segundos se desvanecían en el reloj de arena. Estaba embelesado. Entonces Antonio al verlo allí, tan tranquilo y callado y como hipnotizado por el sumidero de almas que se iban con cada grano, decidió invitarlo al hipódromo. Todos, al menos los hombres adultos, iban allá, el resto se quedaría en casa aguardando el soponcio de la tarde. Al muchacho no le quedó otra que aceptar la invitación que le propinaba su abuelo y asintió con la cabeza. De camino al recinto de Vivaceta, este le iba charlando sobre su paso por el club Iberia y de su fractura en la rodilla. Entonces le mostraba la cicatriz de la operación, la que según él, lo privó de la posibilidad de jugar al fútbol de manera profesional en el tiempo en que los concentraciones se hacían donde La Tía Carlina o Donde Marcelino. –Tú juegas –le preguntaba constantemente. A lo que el muchacho respondía que no, aunque poco a poco se iba interesando cada vez más en aquel deporte, y aumentaban sus ganas de practicarlo con alguien más, y no solitario en el patio de su casa. Entonces cuando su abuelo se volteaba a discutir con su hermano menor (cosa que hacía seguido), el muchacho se tumbaba en la ventana y se detenía en el gentío reflexionando acerca del paso del tiempo: “A dónde van a parar las almas de aquellos que se han hundido en la arena…” será un verso que muchos años después escribiría amortajado en un sucio cuchitril de una residencial barata y pensando en los granos de arena que caían de aquel reloj de la casa de sus abuelos paternos.
***
Es difícil explicar la sensación que tuvo el muchacho cuando llegaron al hipódromo. De pronto se vio mayor, algo contraído y sumido en una latente desgracia que venía de la mano con un don que es un agravio para aquellos que no son más que mortales insignificantes. Al pasar por el lado de un purasangre su corazón se contrajo de puro asombro. Era una potranca bellísima que iba siendo arreada a uno de los corrales. Se quedó impávido por un momento contemplando al animal, hasta que el grito de Vicente lo volvió a su sitio. El muchacho los siguió con dificultad pues caminaban muy deprisa, aunque intentando no perder de vista a la hermosa yegua que figuraba con el número 8 en el lomo. Entraron al restorán (si se puede llamar así) del hipódromo. Pidieron una botella de vino, otra de cerveza y una bebida para el pequeño S***. Su tío Manuel, al verlo tan desesperado por mirar a las bestias, lo llevó hasta las tribunas del recinto. Estaban repletas. No cabía un alfiler, pero aun así lograron abrirse paso hasta la reja para poder ver de cerca a los caballos que se dirigían a los partidores. Era la undécima carrera, la última antes del tan esperado clásico. Los animales le eran sorprendentes y enormes, pero ninguno de ellos le parecía tan fascinante como la potranca de tres años que había visto cerca de los corrales. Todavía no empezaba la carrera y volvieron al restorán. Allí, Antonio junto a un viejo camarada (de cuyo nombre no me acuerdo) hablaban airosamente en un idioma inteligible: Ganadores, segundos, terceros, quinelas, exactas, trifectas, superfectas, dobles, tripletas, cuaternas, enganches triples con canje, dobledemil, haras, padrillos, stud, preparadores, jockeys, pesos y de un cuanto hay y no existe. Partió la carrera y el camarada de Antonio (cuyo nombre ya recordé) ganó una exacta 5-7 que le dio unos 19000 pesos de la época. Rubén se llamaba, y era un hombre ya entonces viejo y con aspecto de patán y sinvergüenza que se lanzó al juego y se convirtió en un borracho tahúr al que se le pasó la vida por los palos y terminó su espantada llegando a placé.

Y lo que todos estaban esperando mi buen lector. El ST. Leger. La carrera. S*** sorbía el gollete de su Seven Up mientras miraba, sin entender absolutamente nada, el programa de carreras. Eran pasadas las seis de la tarde. Un joven y ya ilustre Héctor Barrera se montaba al lomo de una promisoria potranca. Antonio apostó 10000 pesos a ganador a Puerto Madero, coincidiendo con su amigo de tertulias que apostó el precio de 15 botellas de vino al mismo. Manuel apostó 5000 pesos a Pompeyo, mientras que Vicente le arrojó 5000 pesos a Apolo Dorado y otros 5000, por si acaso, a Pompeyo. Rubén siguió sumando apuestas, mientras Antonio se jugaba la vida con una quinela o imperfecta mortal a los caballos de la discordia, Pompeyo y Puerto Madero. S***, al ver como todos realizaban sus apuestas, metió su mano en el bolsillo y de una caja de fósforos que tenía estampada la figura de Iván Zamorano sacó 3000 pesos que tenía ahorrados para comprar el álbum de láminas del mundial de Francia, y sin que nadie lo notara, pues todos estaban pendientes de su propia suerte, se acercó a la fila de las apuestas e hizo pacientemente la cola. Al llegar a la ventanilla, la mujer que ingresaba las retas se sonrió dulcemente al verlo en puntillas sosteniendo en su mano un dinero arrugado y sucio y pronunciando las palabras: –Ganador al ocho. La yegua se llamaba Fontanella Borghese y venía de la monta de un imberbe muchacho, el ya mencionada Héctor Barrera. La mujer le dijo a S*** que no estaba permitido que lo niños hiciesen apuestas, por lo que el muchacho, muy desilusionado, tuvo que abandonar la fila. Entonces se sentó en un rincón a mirar como todos hablaban de los enganches, combinaciones y ternas posibles hasta que un viejo de aspecto rutilante se le acercó. –Yo le hago su apuesta mijito –le dijo al tímido muchacho, que aunque algo desconfiado, pero sabiendo que no había mucho que perder, le dio todo su dinero al sujeto desgarbado, sucio y con odres de cantina. –Ganador al ocho –agregó, sin saber porque apostaba su dinero a un juego que ni siquiera conocía. Se quedó largo rato esperando, unos cinco minutos que bien pudieron haber sido una eternidad y el hombre no aparecía. Cuando de pronto le vio venir con el vale en la mano. Le dio el ticket y le dijo –apúrese mijo que va a empezar la carrera –Y se marchó por ahí serpenteando y dando saltitos entrecortados. En efecto, la carrera estaba por comenzar. S*** miraba el vale con minucia cuando de pronto lo jaló del brazo su padre –Dónde te habiai metido cabro e mierda –le dijo en tono de no muy buenos amigos. Lo llevó a tientas hasta las tribunas donde ya se habían apostado Antonio, Manuel y Rubén, todos ansiosos por conocer el desenlace de la carrera que estaba por comenzar. Por el alto parlante se oyó una poderosa voz grave que alertaba al público asistente: “Comienzan a prepararse…”. Nadie respiraba en aquel momento. Era como si la vida de muchos estuviese en juego. Entre los laureles de un ganador y la sangre pura de una rodada. “Partieron”…

La carrera:

“Puerto Madero toma la delantera, segundo Corazón verde a medio cuerpo, tercero Pompeyo a un cuerpo, cuarto Robbie, quinto Nahuel Chile, sexto Apolo Dorado, séptimo Sidón, octava Medina Sidonia, novena Fontanella Borghese, décima Irlanda, undécimo Enares, último Norte Andino…

La expectación era total. El nerviosismo latía como un bombo en el estadio.
Curva de los ochocientos, Pompeyo toma la delantera, segundo a dos cuerpos Apolo Dorado, tercero Puerto Madero, cuarto Robbie, quinto Enares, sexto Sidón,… último Norte Andino…
Crecía el infortunio y la frustración. La carrera duraba dos minutos y una pequeña fracción de segundos. Más parecía que duraba horas. S*** pensaba en los granos de arena y en la extraña percepción del tiempo, y comenzaba, quizá a causa del extraño nerviosismo que lo embargaba, a sentir los primeros síntomas de la comida.

Llegando a la curva de los 1200 mts, Pompeyo sigue en el primer lugar, segundo Puerto Madero, tercero Robbie, cuarto Enares, quinto Apolo Dorado, sexta Medina Sidonia, séptimo Enares, octava Fontanella Borghese,… último Nahuel Chile…

En ese momento de la carrera Antonio era el más enojado. No soportaba la idea de que Puerto Madero cediera terreno ante el ganador de El Ensayo. Son pistas distintas –se decía –y Puerto Madero conoce mejor que nadie la del Chile. –Y la orientación –repetía incesante –El hípico gira con las manecillas del reloj, acá en el Chile (como se llamaba al recinto de la Plaza Chacabuco) se corre en contra –En contra –se decía tomándose la frente y alegaba –Vamos  Puerto Madero –bramando entre dientes.

Curva de los 1600 metros Apolo Dorado Pasa al primer lugar, a una cabeza de distancia Pompeyo, tercero Puerto Madero a medio cuerpo, acorta distancia por los palos Robbie, por fuera en quinto lugar Enares, sexta  a tres cuerpos Medina Sidonia, séptima Fontanella Borghese,… último Norte Andino.

La euforia y la locura se desataron cuando los caballos entraron a tierra derecha. La gente comenzó a gritar enfervorizada. Chasqueaban sus dedos y hacían sonidos de arremetida con sus bocas.

Entran a tierra derecha, Pompeyo sigue en primer lugar, segundo a un cuerpo Apolo Dorado, tercero a cuerpo y medio Puerto Madero, cuarto a dos cuerpos Robbie, quinto Sidón, sexta por el centro acortando distancia Fontanella Borghese,…

La tribuna era un verdadero caos. Lo digo, no porque haya estado ahí, porque esto a mí me lo contaron. Sino porque me lo imagino, y porque estuve presente en otros clásicos. Quizá un poco más actuales. Con protagonistas como Kurbat, Paloma Infiel, Amani o Quick Casablanca. Y créame cuando le digo mi estimado leyente que es aquello una locura. Se oyen más groserías que las dichas a un árbitro en un partido de fútbol, el público grita más que un concierto de Rock en Río y la galería tiembla como si un millar de chinos se pusieran a saltar del otro lado del planeta.

Últimos doscientos, Pompeyo mantiene ventaja a un cuerpo sobre Puerto madero, tercero a pescuezo Apolo Dorado, cuarta a dos cuerpos Fontanella Borghese, quinto a tres cuerpos Robbie… Pompeyo sigue en primer lugar, segundo a medio cuerpo Apolo Dorado, tercera por el centro Fontanella borghese, cuarto a dos cuerpos Puerto Madero,… Últimos metros, Pompeyo mantiene ventaja, segunda Fontanella Borghese, tercero Puerto Madero, cuarto Apolo Dorado,… Metros finales, Fontanella Borghese pasa al primer lugar, segundo a medio cuerpo Pompeyo, tercero Apolo Dorado,… Mantiene su distancia Fontanella Borghese,…

Y el público no cabía en sí. El tiempo se detuvo. Y por un instante, no cayeron granos del reloj de arena y no se oyó ni un suspiro.

Gana la carrera Fontanella Borghese, segundo Pompeyo, tercero Apolo Dorado, cuarto Puerto Madero, quinto Robbie, sexto Sidón, séptima Irlanda, octava Medina Sidonia, noveno Corazón Verde, décimo Enares, undécimo Nahuel Chile y último Norte Andino.

***
El muchacho no entendía nada. Pero lo único que sabía era que aquella yegua que lo deslumbró a la entrada del hipódromo era la misma que ahora ganaba el clásico ST. Leger. Los adultos, todos, se lamentaban tras sus fallidos intentos. Habían perdido mucho dinero. Los resignados arrojaron sus boletos al suelo, en cambio a algunos todavía les quedaba la mínima esperanza de que por alguna u otra razón el jinete fuese descalificado y Fontanella perdiera la carrera por fallo arbitral. Pero no fue así, la carrera la habían ganado bien, el joven Héctor Barrera y la bella potranca. De pronto se volvió a escuchar la omnipresente voz del relator: “Se paga la décimo segunda carrera, se paga”. Gana el clásico ST. LEGER año 1997, por dos cuerpos de ventaja sobre Pompeyo, la potranca de tres años Fontanella Borghese”. Vicente, Antonio, Manuel y Rubén no paraban de lamentarse, a tal punto que Vicente y Manuel prefirieron volver a casa en vez de seguir malgastando su dinero. S*** quiso quedarse junto a su abuelo. Cosa que no dejaba de parecerle poco menos que extraña a su padre, pero al fin, era tanto su enojo por haber perdido diez mil pesos que accedió, sin nada que objetar, a la petición del infante.
Es obvio mi queridísimo lector que usted entenderá las razones que tenía el muchacho para quedarse en el hipódromo. Todos, incluso yo, nos hemos dado cuenta que aquella potranca que encandiló al niño, es la misma por la que apostó 3000 pesos y la misma que ganó la carrera más importante del año. Pero ponga atención. Pagando nada menos que 60 veces el valor de su apuesta, es decir, si lo imaginamos de este modo: 3000 pesos (el dinero ahorrado de S***) multiplicados por 60 (el valor de la apuesta) nos da un total de 180000 pesos aproximadamente. Lo que era demasiado dinero para un mocoso de nueve años. Claro está, el muchacho no había calculado nada en absoluto, el solo se animó a jugar a tientas por el mero placer de sentirse un jugador más en el hipódromo. Entonces, cuando ya su padre se hubo ido y cuando su abuelo se entusiasmaba con la siguiente carrera y ponía los ojos fijos en el programa de apuestas, se escabulló hasta las boleterías y miró, mansamente, hacia todos lados hasta que un joven de unos diecinueve años, tan novato como él, le ofreció ayuda para cambiar el ticket. El joven cogió el boleto y acudió a cambiárselo. Pasaron algunos minutos, y mientras S***, sin importarle mucho el dinero invertido, aguardaba por su premio, vio venir al joven, evidentemente molesto, quien le arrojó el boleto en la cara diciéndole –No tienes a quien más molestar. S*** se quedó mudo mientras veía alejarse al joven, se agachó a recoger el arrugado papel del suelo, contrariado, cuando otra vez aquella voz omnipresente largaba por los altos parlantes: Comienza la décimo tercera carrera. El niño miró su boleto que decía: 3 GAN, NUM 8, 11 CARR. No lograba entender muy bien. Sin embargo vio que en un pizarrón un sujeto apuntaba al ganador de la duodécima carrera. El número 8, aquella magnífica yegua que hizo trastabillar a los favoritos del clásico. Arriba la undécima largada marcaba como ganador al número 5, la asesina Como tú no hay otra. En definitiva su boleto pertenecía a dicha carrera y no al clásico ST LEGER que era la duodécima justa. En resumidas cuentas, el niño había sido engañado por aquel viejo repugnante y nauseabundo. S*** volvió, pateando la perra, a la mesa donde estaban su abuelo y Rubén. El resto de la tarde estuvo mascando la rabia, cogió la caja de fósforos con la imagen del pichichi de España y la arrojó a la basura junto con el boleto fraudulento que colocó dentro de esta. Por su parte Antonio y Rubén recuperaron el ánimo en las siguientes carreras y también algo de dinero, en especial en la penúltima librada, la que les dio el aventón necesario para jugarse el todo por el todo en el último duelo de la noche. A S*** se lo llevaba el diablo y la tarde se le hizo larguísima y asfixiante. Su abuelo intentó, a punta de refranes y viejos acertijos, darle ánimo, pero el niño, aunque trataba de concentrarse en la solución de los problemas que le planteaba su abuelo, no cesaba de pensar en lo ingenuo que había sido. Entrada la noche sin estrellas volvieron a la Cañadilla. Antonio venía bastante borrachín y S*** muy choreado. Al cabo de una o dos horas, y cuando los más pequeños dormían, Vicente y Jazmín volvieron a casa con sus tres muchachos. S*** se entretuvo el tiempo de espera mirando el reloj de arena y se olvidaba por momentos de la estafa sufrida, pero al rato volvía a sentir mucha más rabia pues, con el dinero que lo habían estafado podría haber comprado muchas cosas, una de ellas, la péndola sin engranajes que tanto lo hipnotizaba. Una vez en casa se fue de inmediato a su alcoba, se puso el pijama y se metió entre las sábanas. Colocó el Video Cassette de Alicia en el país de las maravillas en el moderno VHS. Como siempre, le daba miedo la escena del bosque y se tapaba la mitad del rostro con las mantas cuando aparecía el gato Sonrisón. Luego, cuando acabó la película y hubo de apagar la televisión porque ya era hora de dormir, se quedó gran parte de la noche, a obscuras, imaginando como descendían los granos del reloj de arena mientras seguía lamentándose por haber confiado en un anciano desagradable y mefítico y ya no tener dinero para comprar el álbum de láminas “Chile camino al mundial de Francia 98”. Esa noche soñó que se encontraba a solas en el hipódromo. El lugar estaba completamente vacío, obscuro y rodeado de una densa niebla. En medio de la pista yacía tendida una potranca. Se acercó al animal cargando un rifle. Se trataba de Fontanella Borghese. Su altivez y su hermosura ahora contrastaban con un moribundo animal que ya casi no tenía ni dientes ni brillo en los ojos. S***, sin saber lo que hacía y con mucho miedo, cargó el rifle y sostuvo el gatillo lo que duró menos de un segundó. Haló el percutor y la bala fue a incrustarse en la frente de la yegua que apagó al instante su escaso resplandor. El muchacho arrojó el arma y se quedó, cabeza gacha, en medio de la pista. De pronto una embestida de caballos se dirigió a toda velocidad hacia él. El niño se tomó la cabeza y se arrojó al suelo mientras las bestias le pasaban por encima. Despertó sudando frío y temblando de miedo. Amanecía y un gorrión de ciudad piaba en las ramas del ciruelo.    

1 de diciembre de 2011

ORO NEGRO

Hacía una tarde lánguida de domingo, de esas en las que no hay mucho por hacer. En la televisión pasaban una vieja película británica en blanco y negro: Oliver Twist, basada en la novela homónima de Charles Dickens. Afuera el aire de fines de agosto carraspeaba las gargantas de los transeúntes. El tedio era irresistible. S*** estaba solo en casa junto a su padre que dormía la mona del día anterior. El personaje de Fagin le producía un miedo inconmensurable. El teléfono comenzó a sonar y el niño corrió a contestar la llamada, que atendió un sujeto que no le dijo su nombre y que preguntaba por Vicente con una expresión de no muy buenos amigos. El chico se paró en el umbral de la puerta de la habitación de su padre con el auricular en la mano y lo despertó retraídamente, a lo que un soñoliento y malhumorado Vicente entreabrió un pegoteado ojo y lo miró severo –Tienes teléfono –añadió tímidamente S***. El hombre, refunfuñando, se levantó y cogió de malagana el aparato mientras el niño volvía a la habitación de sus hermanos a ver cómo seguía la historia del pequeño huérfano londinense.  No alcanzaba a acomodarse cuando su padre lo llamó y le ordenó arreglarse para salir. Por lo que, resignado a no ver el final de la historia de Oliver y muy extrañado también por el día y hora de la salida, el muchacho cogió un chaleco, se lavó los dientes y salió de la casa junto a Vicente. Subió al automóvil, se puso el cinturón de seguridad y encogidamente preguntó –Dónde vamos –no hallando más respuesta que un tibio y desganado –Al trabajo de tu abuelo. Cosa que le pareció  más inaudita todavía. Vicente encendió la radio. Sonaba el comentario de Pirincho Cárcamo en Futuro, quien de paso, durante el especial programado a la música de The Beatles, madrugaba a los oyentes con la noticia de la muerte de la princesa Diana en un accidente de tránsito en la ciudad de Paris. Durante el trayecto pasaron a buscar a un sujeto, el mismo de la llamada, en una esquina de la calle General Velásquez con Av. 5 de Abril. Era un tipo moreno y de expresión ceñuda. No dijo muchas cosas durante el camino. Solo se remitió a mirar el gentío dominical que avanzaba, con cierta angustia, por un costado de la Av. Pedro Aguirre Cerda, y a seguir el ritmo de Heres come the sun golpeando sus rodillas suavemente con las manos.  Al cabo de un rato llegaron a la población El Sauce, en la novata comuna de Cerrillos. Se detuvieron frente a un enorme portón de color negro que el niño recordó de aquel fin de semana en casa de sus abuelos. Solo Vicente bajó del vehículo. Cogió, a falta de timbre, una piedra del suelo y comenzó a golpear el acorazado. No fue necesario que golpease tanto pues, una atenta Silene abrió de inmediato, y ayudada por su hermano Armando abrieron rápidamente el portón para que ingresara el vehículo. El sitio era grandioso, casi sacado de una película de acción ochentera de esas que solían dar por la televisión, justamente, las ociosas tardes de domingo. Una treintena de camiones de combustible descansaban en el lugar, y al final de estos una bomba bencinera que alimentaba a los transportadores parecía ser el tesoro perdido del pirata Sir Francis Drake. Allí precisamente los esperaba Rolando junto a una decena de bidones cargados. Vicente estacionó el auto junto al abuelo del chico y en cosa de segundos llenaron el maletero de este con los recipientes de petróleo.

“…Para que lo entienda bien el lector quisiera detenerme a aclarar un asunto. No se trata de que Rolando robase petróleo de la bencinera que debía resguardar. El robo era a los estanques de combustible de la treintena de cansados camiones. Sin embargo, no por eso hablaremos de un robo o hurto menor, puesto que, de cada camión podían ser extraídos alrededor de dos a tres litros de petróleo. Todo esto hasta cuatros veces por semana. Y si hacemos el ejercicio. A un total de 40 camiones a razón de 2.5 litros de petróleo cada uno, se lograba juntar la no poco significativa suma de 100 litros del codiciado combustible. Estos eran vendidos a un menor precio (150 pesos por litro en aquellos años) a un sujeto que lo utilizaba para cargar su camión y salir del país, al parecer para sacar afuera artículos de contrabando. La regla era algo así como: Todos ganamos, todos contentos, todos callados. De modo que lo que deduce este simple ejercicio es que la ganancia podía ser semanalmente de unos 60.000 pesos aproximadamente. Suma que era dividida en dos partes iguales entre Rolando y Vicente. El sujeto misterioso, se preguntará usted mi leal lector, no se trata más que de un sicario que hacía solo algunas semanas había salido de un recinto penitenciario en Colina y que trabajaría como chofer del camión contrabandista. En el coloquio o jerga delictual, y dada su condición, se trataba apenas de un soldado dispuesto a todo”.

Acabaron de llenar el maletero cuando de pronto los alarmó un ruido que provenía del acceso. El primero en sobresaltarse fue el sujeto de la llamada, que en el momento en que se abría el portón de entrada llevó su mano al interior de la chaqueta y dejó entrever una semiautomática de calibre 45. De inmediato Rolando pidió calma –Tranquilos, aquí no ha pasado nada –dijo –Debe ser el hijo de Don Charly que quedó de venir a buscar unos papeles. A lo que Vicente, algo alterado, lo interpeló diciéndole –Cómo no me dijo eso antes. –Acaso íbamos a echar pie atrás –agregó secamente Rolando –dígale a su amigo que se calme mejor y que se esconda dentro de algún camión mientras tú te vas tranquilamente con mis hijos, pues eres como de la casa, y lo esperas en el restaurante mientras yo hablo con Carlitos–. En ese momento S***, que aún se encontraba dentro del auto, mudo y sin entender mucho lo que estaba sucediendo, se preguntaba sobre la suerte de Oliver. Armando y Silene subieron junto a él y comenzaron a desviar su atención, aunque tampoco era muy preciso, pues el pequeño prefirió quedarse en los recovecos malolientes de Londres y no preguntar nada de lo que estaba pasando. Vicente subió al automóvil y echó a andar. A la entrada se cruzó con el joven, a quien conocía de hace un par de años, y lo saludó cortésmente, Armando y Silene hicieron lo mismo, con la naturalidad y pasividad de quien fuera un Al Capone en los tiempos de ley seca. Vicente trató de salir como si nada, confiando, por un lado en que Rolando sabría manejar la situación con Carlos, aunque muy preocupado por la reacción de Manuel, el sujeto de la llamada que se hallaba oculto dentro de un camión de combustible con una semiautomática debajo de la chaqueta. Entraron al restaurante. Era un lugar pasado de moda, con una barra muy alta, viejos pisos de madera y algunas mesas repartidas por el lugar. No había mucha gente, quizá la de siempre, la de todos los domingos, los borrachos que insisten en no acabar la tomatera hasta quedarse sin crédito o hasta que los echen a patadas. Vicente seguía intranquilo, no así los muchachos que eran conocidos en el lugar y se dieron maña de fiar tres bebidas para ellos y su sobrino y una cerveza para su sediento tío a cuenta de su padre. Mientras tanto en la oficina, Rolando sostenía una punzante conversación con Carlitos, quien había llegado con el humor de quien tiene que trabajar un día domingo. –Mi padre dijo que había una máquina que estaba perdiendo petróleo,… y que hay que llevarla al mecánico, pero necesito los papeles y no los encuentro –decía mientras revolvía los escritorios de la oficina y Rolando, nervioso, miraba hacia los estacionamientos. –No se habrán quedado dentro de algún camión –se dijo de pronto en voz alta –voy a ir a buscarlos –agregó. A lo que Rolando solo atinó a acompañarle en su búsqueda. Hacía una noche adusta, de tenues colores azulosos. El joven comenzó a revisar camión por camión, encendía luces, trajinaba la guantera, auscultaba debajo de los asientos, de las puertas, mientras el abuelo de S*** buscaba copiosamente en los otros camiones con la velocidad de un chita con hambre, puesto que no alcanzó a darse cuenta en cuál de ellos había subido Manuel y temía por una desgracia pues  se había dado cuenta de lo decidido que podía ser aquel hombre de la pistola calibre 45. En tanto Manuel, oculto justamente en el camión con la falla, comenzó a impacientarse y a sudar frío. Pasó la bala y se estuvo aguantando la respiración para jalar del gatillo y dispararle al primer hombre que abriese dicha puerta. Pasaron unos minutos. Rolando había revisado la mayoría de los camiones, en tanto Carlos se encontraba revisando el que estaba contiguo al que se hallaba escondido Manuel. No encontró nada y se pasó a la cabina de la guarida del sicario. El joven trepó la escalinata y se disponía a abrir cuando escuchó los gritos de Rolando diciendo –Aquí están,… aquí están Carlitos estos son –Carlos bajó de la escalerilla y se unió a él. –Son estos o no –preguntó Rolando sabiendo que no lo eran, pero consciente de que aquel era el único camión que faltaba por revisar y que allí podía estar Manuel esperando a abrirse fuego contra cualquiera. Rolando, mientras Carlos hojeaba los papeles, se acercó al camión y comenzó a mirarlo por fuera y notó que aquel era el que chorreaba petróleo –Oiga jefe, mire,… este es el camión con la falla,… venga vea –lo llamó haciéndole señas con la mano –Sí, ya veo… pero estos no son los papeles del camión –Le dijo Carlos. –Deben estar adentro,… voy a verlos enseguida –repuso Rolando, que aprovechando el descuido del hijo de su jefe se subió al camión y abrió la puerta de sopetón. En ese momento encontró a Manuel, traspirando y apuntándolo con una Colt M1911 directo a la frente. Rolando le hizo un gesto de guardar silencio con el dedo. Abrió la guantera del camión y sacó los papeles que Carlos necesitaba. –Aquí están, estos sí que son –le dijo mientras le pasaba los papeles. El joven les echó una mirada. –Sí estos son –se dijo tras cerciorarse de que lo eran –Déselos mañana al muchacho del taller que viene a buscar el camión –y se los extendió a Rolando –pero sabe, mejor déjelos en la guantera nomás,… no vaya a ser cosa que se les olvide –le dijo mientras le volvía a pasar los papeles a Rolando, quien los recibió con una tembladera de cuerpo completo, puesto que no quería volver a entrar a la cabina donde se hallaba aquel hombre armado dispuesto a acribillarlo con las dos cargas de su semiautomática. –Ya pues qué espera, que se queda ahí parado –le dijo el joven en un tono poco amigable y a quien se le veía cansado y choreado –Guarde esos papeles. Rolando volvió a subir a la cabina de la máquina, pero esta vez abrió la puerta lentamente, llevándose tamaña sorpresa al no hallar a Manuel allí, lo que hizo aún más evidente su nerviosismo. Bajó del camión y caminó por el ripio de los estacionamientos de vuelta a la oficina junto a Carlos. –Le pasa algo –le preguntó el muchacho. –Nada, me bajó un poco la presión nada más –respondió Rolando –usted sabe,… la diabetes me tiene medio malito –agregó. –Pero podría haber avisado antes pues hombre,… y le hubiésemos dado la noche libre –prorrumpió Carlos con una voz ahora más amable. –No, si no es nada,… ahora me tomo las pastillas con un tecito y se me pasa –añadió Rolando con una sonrisa aún nerviosa. El muchacho cogió sus cosas, se subió al auto mientras Rolando le abría el portón, y se despidió de este con un gesto de mano y añadiendo –No se olvide de soltar a los perros. Rolando, en ese momento, quizá más viejo y cansado que nunca, dio un largo suspiro de alivio tras juntar las enormes puertas. En ese momento reapareció Manuel junto a él, quien sin decir palabra alguna solo se remitió a preguntarle dónde se encontraba dicho restaurante. Rolando, todavía tiritón, le dio las indicaciones para llegar al lugar y el contrabandista salió del recinto con la parsimonia de quien no le teme a nada en absoluto. Rolando se sentó en un sillón de la oficina a beberse un té. Encendió una vieja televisión en blanco y negro y durante largo rato se quedó impávido mientras revolvía el té con la cuchara mirando las noticias sobre la muerte de la princesa Diana de Gales en un accidente automovilístico. En el momento en que Manuel entró al restaurante el padre de S*** volvió a respirar tranquilo. Los niños ya habían acabado sus refrescos, y que decir de Vicente que había aniquilado su cerveza. Manuel se sentó en la barra, pidió dos cervezas más para ellos y tres bebidas y tres completos para los menores. -Deben tener hambre -dijo amistosamente. Al cabo de un rato salieron del lugar, y ya más tranquilos emprendieron camino hacia la Gran Avenida. Eran las nueve con treinta de la noche. Todavía quedaba trecho por recorrer.

(El 16 de septiembre de 1980 tropas iraquíes invadieron Irán atacando la provincia de Juzestán. Se preguntará usted lector, por qué digo esto. O que me importa a mí las guerras entre países de por sí bélicos, cuyas diferencias parten de la base de sus ideologías religiosas y delimitaciones territoriales. Pero creo, no lo asevero del todo, que no es tan así. Y usted debe saber, o ya lo ha adivinado, que la madre del cordero es el petróleo. Sí señor, el ORO NEGRO. Hussein invadió Juzestán por ser provincia rica en el tan anhelado combustible. Y la consecuencia, ante la respuesta de los jóvenes voluntarios iraníes, fue una guerra que duró hasta 1988. Dos años después Saddam quiso hacer lo mismo, pero esta vez se trataba de invadir el Estado de Kuwait, reclamando que dicho gobierno había estado extrayendo combustible en parte de su territorio. Claro está, aquel hombre no contaba con que el superhéroe George H. W. Bush, también interesado en el codiciado petróleo, organizara a las Naciones Unidas y comandara junto a su país y toda la liga de la justicia, un ataque al país de Irak y una conspiración en contra del líder político Saddam Hussein, iniciando la llamada “Operación Tormenta del Desierto” o, según palabras del mismo líder iraquí, la que fuere considerada “Madre de todas las batallas”. Concedo al lector la facultad de elegir como llamarla. Y la historia suma y sigue, pues en cuatro años más, a contar de la fecha de hoy, se llevará a cabo un atentado al corazón del capitalismo, en el que indirectamente se verá involucrado el protagonista de esta historia, lo que detonará, dos años después, en otra guerra e invasión norteamericana a Irak. Y todo esto por qué se preguntará usted. Nada más que por una simple mezcla de hidrocarburos insolubles en agua).

Finalmente llegaron a La Cisterna, comuna de la parte sur de Santiago. Vicente estacionó frente a una pequeña casa esquina con un antejardín recubierto de ligustrinas. Bajaron del Renault blanco con Manuel y entraron al inmueble cuya puerta de entrada estaba entreabierta. S*** se quedó en el auto junto a sus tíos, quienes trataban de ofrecerle conversación sin obtener éxito alguno, pues el retraído muchacho se contentaba mirando las nubes violetas de la noche y no les tomaba mayor asunto. Al cabo de un rato Vicente salió de la casa haciendo señas a Armando, quien bajó del auto y lo ayudó a cargar los bidones que este comenzó a sacar del maletero y que rápidamente  metieron al antejardín de la casa. Armando volvió a subirse al auto y Vicente se quedó conversando con un sujeto fortachón y de mirada encendida debajo de hirsutas cejas. El cansancio en los niños era evidente. Finalmente, al cabo de unos minutos Vicente se subió al carro y echó a andar por la Av. José Miguel Carrera en dirección a Camino Melipilla, pues aún debía ir a dejar a casa a los dos pequeños y astutos cómplices de la transacción. El viaje duró lo que dura un partido de fútbol. Rosa los esperaba sosteniendo el dintel de la puerta. Los muchachos bajaron del auto, se despidieron algo más que hastiados y se entraron a descansar. Vicente bajó del auto y se fumó un apurado cigarrillo junto a su suegra. Volvió a subir al auto y se dispuso a recorrer media ciudad con un soñoliento S***. A eso de las una de la noche (madrugada) volvieron a casa. Dentro todo estaba en silencio. Jazmín se encontraba a solas, entre sollozos de pena e iluminada por una tenue lámpara sobre un arrimo. El pequeño la saludó sin decir nada y se fue a su cuarto pensando en lo mucho que debió haber afectado a su madre la muerte de la princesa Diana.

3 de noviembre de 2011

AZUCENA

En la vereda de enfrente vive Hortensia, la vieja Hortensia, una señora de edad, diría yo de la tercera o la cuarta edad a juzgar por sus zapatos. Su rostro siempre es de pocos amigos. Sale a barrer la calle y reclama contra todo y contra todos. Si los niños juegan afuera –chiquillos de porquería –despotrica. Si estacionas mal el auto –estos se creen dueños de la calle –reclama. Si llegas bebido –estos borrachos –gimotea. Y si metes mucha bulla llama a los pacos. Siempre está refunfuñando, tiene un semblante muy hosco, más arrugas que piel y más canas que cabello. Cierta vez le llamó la atención a S*** por estar dominando en el pasaje y golpear, casualmente, su puerta con la pelota de fútbol –Por qué no vas a joder la pita a otro lado mocoso de porquería –le gritó desde la ventana  sosteniendo una escoba en la mano, mientras el niño, muy asustado, golpeaba desesperado la puerta de su casa. Y no lo culpo, esa señora daba mucho miedo.

Un día, durante las vacaciones de invierno, sin nada que hacer, salvo esperar los partidos entre Colo-Colo y Cruzeiro por las semifinales de la copa Libertadores de América, se le ocurrió la fascinante idea de espiar a los vecinos. Había visto una vieja película en technicolor. “La Ventana Indiscreta”, en la que un fotógrafo accidentado, interpretado por James Stewart, se dedica a husmear en las vidas ajenas a través de la ventana de su departamento y acaba convirtiéndose en el testigo de un alevoso crimen. Oculto tras la cortina comenzó a inmiscuirse en la vida de los moradores aledaños. Se la llevaba todo el día cómo las bisagras, pegado a la ventana, tratando de entender el comportamiento de sus vecinos, y de paso, enterarse de ciertos enseres. Por ejemplo, veía al vecino de enfrente llegar a diario borracho, lo escuchaba discutir con su mujer para luego volver a salir y llegar horas más tarde hecho un estropajo  o simplemente, no llegar y amanecer durmiendo tirado en alguna vereda de la calleja. Atisbó que su vecino que venía de Linares, y que tenía muy buena situación económica, comenzó a perderlo todo después de asesorarse en los negocios por un angustiado  de la esquina; Perdió el jeep, el auto, el triciclo, la bicicleta y finalmente perdió a la vecina y a su hijo, que aburrida de ver a su hombre esnifando cocaína, llenó su cuerpo de ajustada coquetería y se mandó a cambiar. Estando al cabo de la calle supo que su colindante lisiada, en realidad no era minusválida y solo se hacía pasar por tullida para cobrar una indemnización, ya que en su juventud fue atropellada por un microbús del estado y salvó milagrosamente, resultando sin daño alguno; En las noches se le veía caminar en círculos en su habitación, seguro que para estirar las piernas, y si bien solo se podía ver una sombra, el chico lograba reconocer la silueta de la horquilla que sujetaba su cabello. También se puso al tanto de que las sobrinas de la inválida solían llevar a sus pretendientes a casa mientras el padrastro, un jornalero machista que a menudo las golpeaba por pecaminosas, se encontraba trabajando. Además se mantuvo al corriente de que el cartero solía guiñarle el ojo a la madre de estas, aunque claro, no le fue muy bien, se enteró el marido y le aforró una golpiza de la que seguro hasta el día de hoy se acuerda. Desde entonces, es otro el cartero, uno gordinflón que más le coquetea a las parrilladas, al pernil y a la buena mesa que a las mujeres. Supo de buena tinta aquel asueto de invierno, que otra joven conurbana, pese a esmerarse trabajando y cuidando de sus ancianos padres día a día, ocultaba celosamente un embarazo bajo una estranguladora faja; Entonces debía tener unos cuatro meses. De buena fuente supo que la esposa del carpintero, a menudo visitaba al viudo de la esquina, o que las hijas del profesor incitaban a los hombres acortando sus faldas y usando pequeñas bragas, lo que llevó a decir a las viejas casquivanas que el soltero de la esquina era un degenerado y un pedófilo, por piropear a las quinceañeras. Y yo creo que a lo más padecía de efebofilia. En suma, se enteró de muchas cosas. Claro está, nada le sorprendió en demasía. Hasta que la vio a ella asomarse fugaz por la ventana de enfrente. Sí, esa ventana, la de la vieja Hortensia. Apareció de repente, con una enorme sonrisa dibujada, algunos dientes menos, burriciegos anteojos, rosadas mejillas, cabello rizoso corto y castaño y un vestido azul abotonado con florecillas blancas. Un rosario colgaba de su pescuezo, de sus orejas guindaban dos perlas y en la mano derecha llevaba puesto un ostentoso anillo de plata. Reía pegada al ventanal. S*** se asomó por la ventana. Al verlo, la mujer dejó la risa y comenzó a dar estruendosos chillidos de aspaviento, por lo que el siempre temeroso chiquillo, espantado con la garrotera, juntó la cortina y se fue al cuarto de sus hermanos. Pasado un rato Jazmín lo mandó a comprar el pan, a lo que él le respondió –No quiero ir –pero no supo decirle el por qué. Así que sin peros tuvo que salir camino al almacén. Sigilosamente, y pretendiendo que no lo avistara la trastornada mujer, salió de su casa. A gachas y sin mirar hacia la ventana de enfrente se introdujo en una de las bocacalles del pasaje –Hola –le dijo la lisiada –de qué te escondes –preguntó seguido –De nada –esquivó S***  con una respuesta seca y siguió su itinerario. Más allá unos niños jugaban a la pelota. Nunca le agradaron. Una vez querían aforrarle a la salida del pasaje porque no quería pagarles un supuesto peaje de una moneda. Pudo haber terminado en los combos, pero apareció la mamá y se los llevó adentro de la casa jalándoles las orejas. Desde entonces lo miran con cierto resquemor, pero nadie le impide el paso. Los chicos jugaban al metegol, y al pequeño protagonista de esta historia se le iban las piernas por patear la bola (desde su encantamiento por el balón pie, cada vez que veía jugar a alguien, deseaba que la pelota cayera cerca suyo para poder devolverla con su súper tiro). Aquella tarde el balón fue a parar a sus pies. Tomó vuelo y disparó con ganas. Fatalidad. Le pegó tremendo pelotazo a la hermana menor de uno de los niños. En ese momento pensó que se había ganado con justa razón una repartija de puñetes en el hocico. Sin embargo, no hay quien se explique ciertas cosas, y todos los niños se echaron a reír, mientras que la pequeña muchacha se tapó la cara y entró llorando a su casa. –Güena cabro, la media chuntería que tení –le dijo el hermano palmoteándome el hombro –Cuando querai vení a jugar con nosotros –prorrumpió  otro vivaracho.  –Gracias –fue lo único que atinó a decir S*** y siguió caminando hasta el almacén. Desde ese día, cada vez que pasaba por la callejuela, él se detenía a pelotear un rato con los pelusas. En cuanto a la niña, ella se escondía cada vez que lo veía, a lo que otro zagal le decía –Cuando la veai agárrala a pelotazos, pa que no te moleste. Sabias palabras –Ese chico un día será Filósofo o a lo menos un Psicólogo. Tiempo después, en los días de la ola de calor, los hermanos se mudaron y los niños se fueron a jugar a otra calle debido a los asedios de la vieja Hortensia y a la presencia de un extraño sujeto que deambulaba por la calleja.
Al llegar al almacén casi se va de raja  –Hasta luego señora Hortensia– le decía Nicomedes a la vieja –Chao Don Nico, muchas gracias por todo –le respondía ella amable y sonriente, y de paso le echaba una sonrisa a S***, mientras le ponía su escuchimizada mano sobre la cabeza chasconeándole el cabello de modo tierno. Se quedó mudo por un momento. Hortensia tenía otro cariz, un semblante vivo, como si algunos años se le hubiesen quitado de encima; ya no parecía de la cuarta edad, ahora parecía más de la segunda. Creo que estoy exagerando, digamos que se veía feliz, lo que a decir verdad era bien difícil de creer. Ni el muchacho lo habría pensado cierto si no lo hubiese visto con sus propios ojos –Qué le pasa a usted oiga –Le preguntó Nicomedes –tan callado y tieso que se quedó, pareciera que hubiese visto un fantasma… ¡chita la cuestión! Si está bien que la señora Hortensia sea medio viejita y un poquito fea, aunque los mal hablados dicen que en su juventud fue un primor…, pero no es para que se quede tan impávido pues,… Además que mírela, ahora anda tan contenta porque vinieron a dejarle a su hija… ¡Ay! Si se pone feliz cuando llega la Azucenita… ¡Pobrecita! Se le muere el marido durante el embarazo y más encima la hija le nace enferma… O sea, enferma no, medio loquita nomás… tiene una enfermedad bien rara, el síndrome de algo, pero no ese de down, es otro, menos común,… debe haber sido la pena de nacer sin papito, aunque ella nació así, medio loquita… Me da tanta pena, pero bueno, que se le va a hacer. Dígame,… Qué va a llevar –le preguntó luego de haberle resumido en cuentas la vida de aquella vieja hosca y sangrona.
Nicomedes es... Bueno, Nico nació en Santiago, dónde ha vivido toda su vida. Tiene los pómulos hacia afuera, pero no es mapuche, la piel morena y gastada por el sol y el duro pasar del tiempo. Se dice que ha sido muchas cosas en su vida, desde gasfitero, instalador eléctrico, obrero de la construcción, panadero,… etc. En una época, y aprovechando la fuerza de su juventud, se dedicaba a hacer hoyos en la acera. S*** nunca entendió muy bien de que se trataba esa pega, más le parecía ridículo que el tendero le contase que unos hiciesen agujeros y luego viniesen otros tipos y los llenasen. Se dice que fue una boca cerrada más de una oscura época, quieta y atropellada. Vivió en la población La Pincoya en esos años. Y fue testigo en carne propia de los allanamientos, la represión y los abusos de las fuerzas militares. Fue detenido en cuatro oportunidades, dos de ellas por ebriedad, otra por riña y otra por sospecha, cosa rara pues él nunca se metió en nada. No obstante, debía mascar la rabia cada vez que veía a los milicos abusar de su gente, de los jóvenes de la población en especial. Él no sabía mucho de política, su padre había sido maquinista y heladero ambulante y su madre una simple obrero doméstica. S*** no entendía las cosas que hablaba, pero siempre terminaba poniendo oreja a las historias de aquel hombre. A principios de los años 80, Nicomedes conoció a su actual mujer, y al cabo de dos años se casó. En esos años conoció a Juan Moreno, entonces un pergenio de pies descalzos que solía pararse en las esquinas. Esa tarde de día Domingo, el 7 de Septiembre del año 1986, mientras veía en la televisión las noticias sobre la emboscada e intento de asesinato al general de la República en el Cajón del Maipo, jamás se le habría cruzado por la mente que aquel joven hubiese tenido algo que ver con lo sucesos. E inocentemente, cuando llegaron efectivos de la CNI a interrogarlo a su casa, les dio la dirección de la madre del joven Moreno Ávila. Y a veces se culpa por ello. Hace ya varios años trabaja de tendero. No es buena la paga, pero dice estar contento. Le gusta atender a la gente, siempre está sonriendo, aunque a veces, esa sonrisa no escatima en el celo de la virtud dolorosa de un callado pensamiento malicioso. Es bueno y amable, demasiado, diría yo. Si me pusiera a contar sus andanzas, no terminaría jamás, quizá un día escriba su historia, claro, si él me lo permite.
S*** volvió a casa con un kilo de marraquetas crujientes y un cuarto de queso laminado. Se quedó parado frente a la ventana de la vieja Hortensia, perdón…, la señora Hortensia. La luz estaba encendida. Adentro y sentadas a la mesa estaban ella y su hija. Una gota de lluvia golpeó su cara. De pronto comenzó a sentir un fuerte sentimiento de angustia. Hortensia le preparaba un pan con dulce de membrillo a Azucena, ésta derrama el té sobre la mesa, la madre se levanta y limpia con un paño. Azucena le quita el dulce de membrillo a su pan y lo come, luego le muestra el pan vacío a su madre y Hortensia le corta otro sabroso pedazo de dulcecito y se lo añade a la marraqueta. Se les veía contentas. S*** se sintió inútilmente vacío, atorado de una nostalgia inopinada. Aquella fue una imagen que jamás olvidó. Sentadas a la mesa la madre y la hija. La sana y la enferma. Sintió mucha pena, pues algo le decía que aquella iba a ser la última imagen que vería de ambas. O que quizá aquello no era más que una ilusión de su cabeza, otra entelequia, o simplemente una tregua fugaz a la solitaria vida de Hortensia pues Azucena iba a volver al manicomio donde, seguramente, la tenían reclusa. Y la vieja volvería a estar triste y sola, refunfuñando y tratando mal a todo el mundo. A los niños, a los borrachos, a todos los que se admiraban de ella sin conocerle, a los que sentían miedo de su escoba, a los que se burlaban de su hija insana. Recordó entonces su estadía en el hospital y sintió una amargura desmedida. De pronto un cálido viento le rozó las mejillas. Otra gota de lluvia recorrió su cara. El visillo temblaba con natural fluidez y el azafrán de las primeras luces de la noche iluminaba un cuadro casi perfecto. Adentro, Azucena y Hortensia se dibujaban en un abrazo que hizo castañear los ojos del mirón. La mesa estaba puesta, el té servido. Callado y minúsculo, paciente y lastimero se estuvo parado largo rato afuera, casi sin saber por qué, casi por desidia, por mero impulso, por visible pena, por lástima, la de los mortales, la de los emperadores, la de los cobardes. Adentro, la mesa estaba puesta, el té servido, la marraqueta crujiente, el dulce rebanado en el platillo, el candil iluminado, mientras Hortensia y Azucena, la madre y la hija, la vieja y la loca se dibujaban en un abrazo, en un doloroso y dulce abrazo. El chaparrón se dejó caer de improvisto, y luego de estar unos segundos aguantando la naciente lluvia, S*** entró a su casa, no sin antes voltear a mirar, una última vez, la pintura que se bosquejaba en la vereda de enfrente.

2 de noviembre de 2011

CHAN CHAN


La casa nueva es grande. Cualquiera lo es al lado del antiguo departamento. Tiene tres habitaciones y un patio trasero lo suficientemente amplio como para practicar mi juego. En especial los tiros libres.

Extraña mañana. Primeros días de un frío mes de Junio. S*** se alistaba para ir al colegio. Su primer día de clases después de casi tres meses. No exento de raras sensaciones. –No digas nada sobre tu diagnóstico –le dijo enfáticamente Jazmín mientras arreglaba el cuello de la camisa de su hijo –tuviste una severa hepatitis, no más que eso. Pero la saliva de la madre fue malgastada. A la primera mirada indecorosa y palabra malintencionada de un compañero de escuela, S*** respondió con un inofensivo –Sí, los doctores dicen que estoy medio loco –lo que generó en algunos de los niños, una suerte de admiración hacia él. Y en el resto, motivo de constantes burlas, bromas, cuchicheos, rumores y bisbiseos malignos a los que se iría acostumbrando con el correr de las semanas. Cárdenas, un muchacho pequeño, delgado, moreno, de cabello liso y expresivos ojos negros, le ofreció un asiento junto a él. Se conocían desde el preescolar, pero nunca antes habían hablado. Para ser más franco, en cuatro años de colegiatura, el niño no había cruzado palabra con nadie a excepción de Márquez, que también hablaba poco y que aquel día no había ido a la escuela debido a una amigdalitis de cierto cuidado. Detrás de Cárdenas, se sentaba Lillo, un pequeño y cegato rechoncho de mejillas sonrosadas que usaba anteojos con cordel de seguridad. Junto a él, justo detrás de S***, se sentaba Rojas, un chico alto y atlético, con expresión dura, de piel trigueña y cabello castaño, a quien la profesora ubicó allí para ser ayudado por el guatón Lillo a mejorar su rendimiento. Tras ellos se sentaba Mao, un pequeño oriental de cabellos chuzos y ojos rasgados, a quien el resto de los compañeros apodaban Chino Won. Junto a él, se hallaba el puesto vacío de Márquez. La clase fue de lo más normal. Un poco de la Flora y Fauna chilena. Un poco de la guerra de Independencia y un poco de llaves de sol y negras corcheas comandadas por la Profesora Rosa. A la salida, mientras esperaba al tío del furgón, Rojas se acercó a hablarle:
–Así que estabas en un manicomio –preguntó inocentemente.
–Un hospital normal no era –respondió S***.
–Pero tú no estás loco –le dijo mirándolo de hito a hito –quizá eres un poco callado, igual que Márquez, pero loco,… ¡Bah!,… no, tú no estás loco… ¡Yo sí que conozco personas locas!
Ambos se quedaron en silencio durante un momento.
–Vale, nos vemos mañana –añadió Rojas y se alejó cruzando la calle con discreción.
S*** le hizo un gesto de despedida y se quedó a solas en el porche de la escuela. Por su lado pasó corriendo Cárdenas, a quien lo esperaba la tía del transporte escolar. Al verlo, el morenito le hizo un chao con la mano. Luego pasó, junto a su madre, el guatón Lillo, quien cordial y sonriente le dijo –Chao V., que llegues bien a tu casa.
(Se preguntará usted, lector, ¿por qué el guatón Lillo llama V. a nuestro protagonista? Pues la respuesta es fácil. No sé si en todas partes del mundo será igual. Pero acá en Chile, la estructura militarizada de la escuela pública, acostumbró a los niños, cual si perteneciesen a un infortunado pelotón del desembarco de Normandía, a llamarse por el apellido paterno. Dicho sea de paso, entenderá usted mi querido amigo que el apellido de S*** es V., y que es probable que en estos pasajes de su vida escolar lo sustantive de este modo.)
Pensativo, esperando a que llegara su transporte, vio a una menuda y buena moza mujer de rasgos asiáticos. Pensó –debe ser la mamá del chino won –y entonces vio salir a Mao. Notó que venía triste y restregándose la cara. Quizá había estado llorando, a juzgar por la hinchazón de sus pequeños ojos y por las manchas de tierra en su rostro. La madre lo interpeló en su idioma, y el niño, mudo, solo negaba con la cabeza. Finalmente lo tomó de la mano, muy enfadada, y subieron a un automóvil estacionado algunos metros más allá. Llegó el furgón escolar. Camino a casa S*** pensaba en el niño asiático. Se preguntaba qué podía estar haciendo aquí, del otro lado del mundo.  

Al llegar a casa todo era silencio en un obscuro pasaje laberíntico. El niño no conocía nada de ese nuevo lugar. Era su primer día en el nuevo barrio, y los golpeteos en la puerta fueron en vano, no había nadie en el hogar. Quién sabe dónde se encontraban. La calma fulguraba atizada por un tenue farol mientras las horas pisaban el empedrado llenas de letargo. El chico se sentó bajo el dintel a esperar a que volvieran sus padres. A ratos veía como las carcomas jugueteaban alrededor de los quinqués de las casas aledañas. El silencio se hacía sordo, y allí seguía, con más cuidado que esperanza. El Cristo del nuevo Milenio colgado en una puerta, de la casa de enfrente, le hizo recordar una singular anécdota, que por cierto, jamás ha contado, por eso preferiría no mencionarla en este relato, pero si no lo hago, no entenderían de qué se trata:

Resulta que cierta vez, cuando el niño aún vivía en los bloques del Johnny Cien Pesos, había una casa que al parecer estaba embrujada, o a lo menos, habitada por alguien que daba mucho miedo. El hecho es que una noche, un tiempo atrás, muy fría y lóbrega noche de San Juan, de cuerdas sin guitarra, de higueras sin frutos prohibidos y muertes rondando siniestras por los establos, él, luego de ir a arrojar la basura al incinerador (que quedaba inmediatamente contiguo a dicho departamento), al final de un largo pasillo, S*** se detuvo frente a la terrorífica morada, y aunque jamás quiso mirar, aquel día, una fuerza seductiva, o la mera curiosidad, como dicen, mató al gato, y en este caso espantó al chico. Que impresión se habrá llevado. La mirada fría, la oscuridad tras las persianas de la ventana, el frío sublime que invadía su pecho, su boca muda, las piernas estáticas, el corazón palpitando, la disnea persistente. Del otro lado había un decrépito señor penetrándolo con su mirada de seniles cristales, ardido por la cólera de la soledad y el vacío de la muerte. Como pudo desenredó su lengua, desahogó su pecho, liberó sus piernas. Corrió y gritó a través del corredor infinito. Hasta el día de hoy no sé sabe por qué.

Los minutos seguían pasando, ni rastros de sus padres. La calle estaba vacía. El Cristo no le quitaba los ojos de encima, lo miraba con resquemor, y hasta con cierto despotismo, restregándole en la cara cada uno de sus santos pecados. Estaba calado de miedo, pero cerraba los ojos y trataba de acordarse de cosas placenteras. Pero una suerte de vacío no lo dejaba remembrar. De pronto levantó la vista. Miró al cielo. Y en medio de la oscuridad del callejón, sosteniendo techos de cinc estaba la luna, siempre incrédula, menguando o creciendo, nunca lo supo; la verdad, nunca lo sabe. Se quedó viéndola largo rato, casi olvidando lo demás, las horas, el miedo, la bruma, el sopor. Hasta que en medio de la malentendida soledad, en una esquina de la calle, se dibujó una silueta; algo larguirucha, esmirriada y dromedaria. Era un hombre. Parecía de otro tiempo, fuera de éste, tan infame y mortuorio. Allí estaba él, embriagado de una calidez sincera, embozado entre las arrugas de su roído traje, melancólico, silente, mirándolo, solo eso. Aquel no le daba miedo, es más, se sentía seguro con esa presencia que le ahuyentaba los malos pensamientos, y de paso le hacía la cruz al Cristo del nuevo Milenio. Le era extrañamente familiar. Volvió a mirar la luna que era ofrendada por el aullido de los perros. Esta vez creyó que le sonreía. De pronto, una luz le cegó los ojos. Eran las luces altas de un automóvil. Sus padres y hermanos bajaron del Renault blanco. Joaquín venía con un cachorro en los brazos –Llevas mucho rato esperando –preguntó la madre. Y él le contestó –apenas diez minutos (en realidad llevaba más de una hora). Se quedó viendo al cachorro y le hizo algunos mimos tiernos. Era un cachorro de afilada nariz, puntiagudas orejas, redondos ojos negros, suave pelaje negro con pringues blancos en las patas y una enorme lengua rosada que no hacía más que babear. –Se llama Chan Chan –le comentó su intrépido hermano con una enorme sonrisa en los labios. Jazmín y Vicente entraron a la casa seguidos de los niños que jugueteaban con su nueva mascota. S*** se quedó en el umbral de la puerta. En medio del  gargajo nocturno, quiso, haciendo señas, despedirse del misterioso individuo, pero este había desaparecido. Inquieto y contrariado siguió buscándolo con la vista por toda la callejuela. –Qué te pasa, qué te quedas parado allí como tonto –volteó el padre a preguntar, con una expresión de no muy buenos amigos. –Nada, es solo que... –tartamudeó S*** y que se quedó en silencio –no, nada –concluyó mientras cruzaba a través de las jambas  y lentamente ponía la tranca a la puerta, con la esperanza de que el hombre apareciera  antes de cerrarla por completo. Una vez casi  toda atrancada creyó verlo a través de una pequeña hendija y abrió de sopetón. El signo de interrogación se dibujaba en su cara. No había nada ni nadie allí. Resignado cerró de un portazo. Caminó a su cubículo, pensando que quizá era verdad lo que decían los médicos, y que aquel sujeto no había sido más que una entelequia suya. Una alucinación. Esa noche no pudo dormir, no solo por la tribulación de aquella silueta que creyó haber visto, el insomnio también se lo daba Chan Chan, que insistía en trepar hasta su cama y dormir junto a él.

26 de octubre de 2011

QUIEN NO SABE DE ABUELOS

Viernes por la tarde. La casa era un desastre. Jazmín trataba de organizarlo todo. Los niños, la casera, la limpieza, el almuerzo, las cajas, el flete, la mudanza. –Dónde pondré esto, dónde irá aquello –Se decía, vuelta loca, corriendo de un lado para otro empapada de sudor. Todo era un verdadero despelote en el pequeño departamento. El menor lloraba y se daba cabezazos contra el piso, el mediano no le soltaba las faldas, mientras el mayor auscultaba cada rincón de la casa buscando el báculo de Donatello. Ya no daba más cuando la llamó Rosa, su madre, por teléfono y le dijo –Tu papá quiere ir a la tarde a buscar a los niños para traerlos a la casa por el fin de semana –Por un momento se generó un incómodo silencio. Sin embargo, aquellas palabras sonaron como el eco de un profundo alivio en la muchacha –Sí, dile que venga nomás. Y cuanto antes mejor. –Otra cosa, asumo que sabes que voy a estar de cumpleaños –agregó la madre con una suerte de simpatía imperiosa –a lo que Jazmín le contestó –Sí mamá, si lo recuerdo, es este sábado, pero dudo que pueda ir a verte. El cambio de casa me tiene un tanto histérica,… pero el domingo iré con el Vicente a buscar a los niños y tomamos once juntas –selló en seco ante las eventuales demandas que sabía, era incapaz de atender. Jazmín le dio el almuerzo a sus chicuelos, hizo dormir al más pequeño, que se había adornado la frente con un chichón, y organizó las mochilas de los dos mayores. Ninguno muy convencido del trámite. Uno porque prefería quedarse con su madre o sus abuelos paternos, y el otro porque no encontraba el preciado adminículo de su tortuga ninja. Afuera las afiladas dagas de un invierno inminente comenzaban a dar cuchilladas a los paseantes. Hacía un día gris bajo un cielo cargado de nubes negras. A eso de las seis, y ya con las calles todas alumbradas por la luminaria pública, el abuelo tocó la puerta. La hija lo hizo pasar al living. Le ofreció un vaso de cerveza de malta tibia y un sitio donde sentarse. La rutina de costumbre. Cómo están todos en la casa, mis hermanos, mi madre. Nada del otro mundo. Más que conversación, aquello parecía tan solo un intercambio de escuetas palabras. Callados, de no ser por el televisor encendido que daba las buenas nuevas: Anuncios sobre el aumento del salario mínimo a 71.400 pesos. Entonces, movida por la contingencia, Jazmín preguntaba ¿Cómo va el trabajo? –Bien, bien, todo bien, Don Charly se porta a la altura –respondía el padre secando su vaso de malta de un solo trago. 

“Las relaciones padre-hijo siempre son difíciles de entender, lo digo como un simple y presunto escritor y sin formar parte de los hechos narrados. No elegimos nuestros padres, y otras veces nos son impuestos de manera torpe y arbitraria, en muchos casos por la ley. Pero dado el caso, nos queda la marca de llevar un apellido que solo nos dice que somos un poco menos huachos que sin él, y que tenemos la obligación cierta de tener que ir a los funerales de quien firmara un documento legal que acredita que somos sus hijos. Jazmín no es hija de Rolando, bautizado así por el viejo Rosamel, su padre, en homenaje a su gran amigo, el poeta puntarenense Rolando Cárdenas. Pero extrañamente, Rolando es el abuelo de sus pequeños rufianes. Y claro, ellos siempre lo han visto como tal. En especial S***, quien, aunque no es muy dado a ningún tipo de apego familiar, congraciaba bastante con aquel viejo gordinflón, de ojos rasgados, nariz de troll, cabellos crespos, bronceado de cantina, manos ferroviarias y olor a colonia old spice mezclada con cerveza. Imagino que ha de haber sido por las invitaciones a la fuente de soda, dónde solía comerse un completo y tomarse una bebida pap mientras su abuelo se zarandeaba con cristales de medio litro, o quizá los billetes de mil pesos que le obsequiaba por el mero gusto de caerle bien y no saber de qué otra forma agradarle, o simplemente un recuerdo lejano, como las aspas de un molino manchego en los tiempos de Cervantes, que invadía la cabeza del muchacho con fotografías que le contaban entre polaroid y fuji-color, que los primeros años de su vida había vivido con él. Quizá por eso, y aunque seguía enfadado por haber perdido la preciada arma de su tortuga, no le molestaba en lo más mínimo la idea de ir un fin de semana a la casa de sus abuelos pues, de todos los familiares que rondaban su insignificante vida, aparte de su madre y sus hermanos, solo ellos y su madrina le producían un sentimiento, aunque minúsculo, de cariño, que claro está, jamás supo cómo retribuir”.

Jazmín puso una gruesa parka y una cargada y pesada mochila en la espalda de S***. Una más pequeña a Joaquín, la que trataba de sostener dificultosamente con movimientos lentos y torpes. Su abuelo la tomó en su lugar. La mujer volvió a sacudir las cabecitas de sus hijos, que apenas y dejaban ver sus ojos tras el pasamontañas. Otro encargo papá –añadió la muchacha –Porque a pesar de todo, Jazmín se había acostumbrado a calificar a aquel hombre rechoncho y de expresión campechana, con ese adjetivo –Los remedios del niño, por favor, que no se les olvide dárselos –dijo entregándole, como un valor añadido y ultramente inapreciable, un bolso de mano con las medicinas de S*** a Rolando. Así con una temperatura que oscilaba entre los 3 y 4 grados Celsius, Rolo, como le decían sus amigos, se alejó por el largo pasillo del block 20 junto a sus dos nietos mayores. S*** volteó un instante a ver a su madre que los seguía con la mirada desde el canto de la puerta, aguantando en un largo suspiro de alivio entrecortado, el relajo que le producía que sus hijos se ausentaran durante los días de mudanza. De cierta forma, la muchacha confiaba en aquel hombre que a los ocho años emigró a Santiago junto a su familia desde la remota y fría ciudad de Punta Arenas. Antes de bajar la escalera, S*** volvió a mirar hacia atrás aquel pasillo infinito que resguardara los recuerdos de cinco años de confusa niñez, ahora guardada en medio de renglones y cuartillas polvorientas. Sería la última vez que lo haría. Dos días después, por disposiciones médicas, tanto para el niño como para los nervios de la madre, que debía soportar tardes enteras imaginando que sus pequeños se arrojaban desde el cuarto piso, avecindarían otro barrio. El niño sonrió mientras bajaban, algo en el aire le decía que iba a llover, quizá el viento septentrional, ese viento enrarecido que venía del norte tirado por un carro de bueyes.

***

Luego de una hora de viaje llegaron a la Estación Central, agobiados, sobre todo Joaco, por el saturado microbús. Las manecillas del reloj precisaban con halagos de péndulo que eran las ocho de la noche. –Quieren comer algo –preguntó el abuelo con voz seca y la lengua salivosa –a lo que los pillines con pasamontañas respondieron lo obvio que habría de responder quien quiere ser agasajado. Pasaron a una fuente de soda de la calle Exposición. Un rumor de gentes y obreros que terminan las labores los envolvió en sus resuellos de faenas terminadas. A ver, qué quieren comer –añadió Rolando. El pequeño de piel trigueña, henchidas mejillas, profundos ojos color caramelo, cabello ondeado castaño con tintes cobrizos, enormes pestañas y sonrisa de monaguillo, se conformó con un churrasco italiano y una bebida Fanta. Su hermano, disque protagonista de esta historia, pidió un completo dinámico con una bebida de papaya. El abuelo, un sándwich de carne mechada y una pilsener de tres cuartos. Se sentaron a la mesa. Fueron atendidos por una mujer de mohines danzantes y exageradas caderas. Los pequeños dejaron ver sus caras coloradas debajo de sus gorros de lana y se dispusieron a devorar, con movimientos atolondrados, sus meriendas. El menor no fue capaz de comerlo todo y decidió llevar a casa lo que no le alcanzó a dar al piso y a la mesa. Salieron del garito y caminaron al paseo comercial del terminal de buses San Borja. Recorrieron las vitrinas una a una. Rolando buscaba, a última hora, un obsequio para su mujer. Estilizados maniquíes, vistosas vidrieras y diversos escaparates llamaban la atención de los niños. Se detuvieron en en un puesto de bisuterías, y con un gusto de paisano-chino, Rolando compró de un cuanto hay en falsas alhajas, adornos de mesa y ropas siempre a la moda para la dama. Avance de temporada. Transó con todo. Y conforme con el paquete que lo haría quedar como un rey, siguieron caminando por el centro de comercio hasta que S***, con cara de niño ilusionado y ansioso, se detuvo frente a un flameante maestro Splinter que adornaba la vitrina de un puesto de juguetes. Rolando se devolvió hacia a él. Y sin mirar los ostentosos precios le preguntó ¿Cuál te gusta? –y el chico, haciéndose el incrédulo, señaló con el dedo a la rata experta en artes marciales y padre de las tortugas ninja. Por su parte, Quino también se quedó mirando la vitrina con minucia. –Y a ti –le preguntó dirigiéndose al más pequeño, que ya apuntaba a un guerrero de color rojo, miembro de la pandilla de los Power Rangers. Volvió a transar. Contentos los niños, por no poder decir menos que dichosos, con sus añorados juguetes, y contento también Rolando, por haber complacido a sus nietos con algo que a su bolsillo no le significó más que unos cuantos billetes, y por llevar entre sus brazos un regalo, que según él, ingenuo y mal negociante, haría feliz a Rosa, su mujer, que cumplía la suma de no menospreciables 50 años, siguieron caminando hasta el terminal. Esperaban la micro cuando de pronto se les acercó un desdentado y sucio vagabundo. –Una monedita pa un pancito –decía balbuceante dirigiéndose a Rolando, quien tomó de las manos a sus nietos y se alejó con esa expresión propia de desconfianza que tienen los adultos que ya han vivido mucho. Pero el pequeño Joaco, dado a las personas, amable y de buen corazón, se zafó de la mano de su abuelo y fue corriendo hasta el mendigo a darle el churrasco que no había podido comer en la fuente de soda. El viejo, podrido en sus colores de taberna sucia y maloliente de la calle Borja, le sonrió agradecido, aunque cínico, al pequeño benefactor. En el fondo habría preferido una moneda para comprar la petaca de ron, de coñac o cacao que le ayudaría a entibiar la fría noche. El reloj iluminado de la estructura parisina marcaba exactamente las diez de la noche cuando tomaron la micro camino Melipilla. Se sentaron en los últimos asientos. El pequeño se acurrucó en las piernas de su abuelo y antes que el microbús partiera se durmió plácidamente. S***, junto a la ventana, se clavó con el paisaje. A poco de andar le llamó profundamente la atención aquel lugar indecente y mefítico que era la calle Borja. Una vieja calleja de adoquines en cuyas veredas pernoctaban borrachos, mendigos y tahúres sin hogar que avivaban fogatas con desperdicios de animales muertos. Barrio, menos que peligroso, y cuya herencia de prostíbulos infectados de sífilis y gonorreas azuzadas por las cuecas de los rotos de la Estación Central, empapaba el ambiente de una podredumbre sacada de alguna crónica de Joaquín Edwards Bello. A ruedo de camino, S*** continuó apreciando el paisaje. El aeropuerto de Cerrillos atrajo su atención, ciertamente por un helicóptero de guerra y la imitación de un F-5. Las flores de la virgen del Carmen y su votivo templo de tan solo una pieza. La empresa de gas y la laguna como espejo que volteaba el planeta. La ciudad satélite y todas sus casas gemelas. El restaurant “La carreta” y el bisbiseo de fiesta que aullaba desde adentro. Hasta que finalmente, luego de casi una hora de viaje, llegaron a Padre Hurtado. Bajaron de la micro y caminaron a casa soñolientos. La tía Begonia los sorprendió llegar mientras aguantaba el quicio de la puerta de entrada junto a una amiga. En seguida abrazó a sus sobrinos zarandeándolos con besos y mimos que S*** evadía. Tras la puerta había un amplio antejardín que los niños, por la oscuridad de la noche no pudieron avizorar. Entraron. Dentro, un piso de madera relucía bajo sus pies, alguien se había esmerado bruñéndolo. Rosa aguardaba en un diván de mimbre, viendo un programa de TV, a su esposo y nietos. Se levantó y los saludó afectuosamente, menos a su marido a quien dijo –Mira a la hora que veni’ llegando, no vei’ el frío que hace pa’los niños –a lo que el ya más despierto Quino, sin que nadie le preguntase, clamó –es que pasamos a comernos un churrasco y a comprar su regalo de cumpleaños. Rosa le dio unas severas miradas a su esposo. Rolando solo atinó a entregarle el paquete que tan desmañadamente sostenía en sus manos y añadió dulcemente, ante la mirada atónita de los presentes y de sus hijos Armando y Silene que ya se habían apostado bajo el dintel de la puerta de su habitación a escuchar los versos de Barquero que su padre, cual fuera un quinceañero, recitaba a su mujer cada cumpleaños.

“Así es mi compañera. La he tomado de entre los rostros pobres con su pureza de madera sin pintar, y sin preguntar por sus padres porque es joven, y la juventud es eterna, sin averiguar donde vive porque es sana, y la salud es infinita como el agua, y sin saber cuál es su nombre porque es bella, y la belleza no ha sido bautizada”…

¡Bravo! –aplaudieron todos a rabiar cuando Rolando hubo terminado su declamación. Rosa ni se inmutó y de malagana recibió el paquete y ofrendó un esquivo beso a su esposo, diciéndole –y andabai tomando,… y encima con tus nietos –que falto de respeto eres, debería darte vergüenza –sentenció la mujer y caminó hacia la cocina seguida de su resignado esposo. En ese momento entró Begonia, y desde el canto de la puerta hizo a sus hermanos un ademán de interrogación. –Te la perdiste –le dijo Armando mientras sacudía las cabezas de sus sobrinos en señal de saludo. La muchacha, que un secreto ocultaba bajo el vientre, volvió a salir. Silene tomó las cosas de los pequeños visitantes y las llevó a su habitación. Los niños la siguieron. Era un cuarto espacioso, tenía un camarote de dos pisos y otra cama para las visitas. S*** se recostó en ella durante un momento. Era un catre bastante cómodo. Luego miró a su alrededor. Curioso. Llamó su atención el cobertor de lana rojo, el enorme televisor de 21 pulgadas, el reproductor de VHS, el afiche de un grupo juvenil, pero principalmente, un póster gigante del equipo de Colo-Colo 1991. Arriba de izquierda a derecha. Daniel Morón, Miguel Ramírez, Lizardo Garrido, Gabriel Mendoza y Javier Margas. Abajo de derecha a izquierda. Jaime Pizarro, Eduardo Vilches, Marcelo Barticciotto, Luis Párez, Rubén Martínez y Patricio Yáñez. Rosa los llamó a comer. Les dio una leche caliente con cola-cao y un trozo de queque horneado durante la tarde para la ocasión. Todos se sentaron a la mesa con entusiasmo. Rolando aguaitaba en la cabecera bebiendo cerveza en un Schopero (que le obsequiaron cuando era empleado de las Cervecerías Unidas), Rosa tomaba un té con canela, Armando sorbeteaba, en el platillo de la taza, un café con leche y Silene un té con menta. El queque lo horneó Begonia quien, al cabo de un rato volvió a entrar a la casa –traje las películas –dijo sonriente y con una expresión de sincera cordialidad, mientras rauda cerraba la puerta para que el calor de la estufa a parafina no escapara de la casa. –A ver cuáles trajiste –preguntó Silene, pero Armando se le adelantó a la muchacha y acaparó todos los VHS –Mala, mala, fome, ya la vi, fome, mala –decía mientras miraba los videocassettes ­–trajiste puras leseras –sentenció el fanático de los filmes de Bruce Lee y de Jacquie Chan, dejando a un lado los videos. –Son para los niños –prorrumpió Begoña, mientras S*** les echaba una mirada. Eran películas de Disney y ya las habían visto todas. Acabaron de comer y, rendidos por el cansancio de la semana, los niños se acostaron a ver, por quincuagésima vez, El rey León. S*** se recostó, a solas, en la cama de la colcha roja dispuesta para las visitas y Joaquín se abrigó junto a su tía Silene en la cama baja del camarote. Rosa entró al cuarto a darle las buenas noches y los medicamentos a su nieto mayor. Durante un rato se entretuvieron con las alegorías y ocurrencias del suricato y su gordo amigo jabalí, pero a la mitad del filme, ambos niños se durmieron como lirones.

S*** tuvo un extraño sueño: “Se encontraba a solas en la casa de sus abuelos. La casa era fría y obscura. La madera crujía y las esquinas estaban llenas de telarañas. Un sentimiento de poderosa angustia lo embargaba. Abrió la puerta de entrada y se detuvo en medio de las jambas. Afuera, el antejardín había sido invadido por la mala hierba y la maleza. Adelfas y veneno por todos lados. Entonces oyó un ruido ensordecedor, como el silbido de una locomotora, pero mucho más agudo y desagradable. Eran graznidos. Uno a uno, comenzaron a entrar a la casa cientos de empenachados gansos. Alados, terribles y hambrientos. S*** no sabía qué hacer. De pronto la casa comenzó a hacerse pequeña y el patio cada vez más grande y repleto de plumas blancas de las aves majaderas. Al final del patio pudo identificar una silueta. Trató de gritarle y pedirle ayuda pero no podía ser escuchado. No le salía la voz. Era inútil. La silueta comenzó a alejarse y desapareció cegada por una luz ambarina. Entonces el ganso más grande atravesaba la puerta y le comía la lengua al chiquillo”. Despertó sudando frío y muy apesadumbrado. En la casa todos dormían. No se oía nada salvo los hilarantes ronquidos de su abuelo. Todo a obscuras. El chico se aferró fuertemente a la almohada, rezó un “Ángel de la guarda”, un “Padre nuestro” y un “Ave María” e intentó volver a dormir.

***

Al día siguiente ya todo el mundo estaba en pie cuando S*** despertó. Begonia aseaba la casa al son de la cantante Marisela, y al verlo mudo y quieto bajo el quicio de la puerta, demudó en un afectuoso saludo. El chico se asomó al patio trasero y vio a Rolando limpiando la parrilla bajo un parrón, unos metros más allá fijó la vista en Armando que dominaba una pelota de fútbol. Una, dos, ciento cincuenta veces ante un boquiabierto muchacho.  En ese momento Rosa, Silene y Joaquín llegaron de la feria con un carro lleno de frutas y verduras. Las nubes del día anterior no habían disipado y amenazaban con dejar caer un aluvión de cuarenta días, y de paso arruinar la celebración. Rosa se dispuso a cocinar una cazuela. S*** salió al patio, movido por el ardiente deseo de chutear la pelota, Armando lo entendió así, y apenas lo vio asomarse en la logia le mandó un pase que el muchacho respondió sin éxito. –A ver, mira –le dijo su tío Armando acercándose a un avergonzado S*** que había mandado el balón a cualquier parte –si primero controlas y luego le das con el borde interno –le decía señalándole con la palma de la mano esa parte del pie –la pelota tomará el rumbo que tu le des. –Llévalo para atrás –agregó Rolando, que bajo el templo de Baco ornamentaba el quincho para la fiesta –ven vamos –le dijo Armando tomándolo del hombro y guiándolo por un pequeño sendero de jardinería recubierto de ligustrinas, jazmines, rosales y algunos árboles frutales. Al final de la senda había una muralla de madera con una puerta de latón en el centro. Armando la abrió y tal fue la sorpresa de S*** que se quedó impávido durante algunos segundos. Una pequeña cancha de fútbol coloreaba de verde el patio posterior. Jugaron durante largo rato. El tío y el sobrino, dialogando en la lengua universal del deporte rey. Armando trataba de enseñarle algunos trucos a S***, que pese a su entusiasmo no lograba darle bien a la bola. Entretanto le hablaba de Maradona, de O’ rei, del Chino Caszely, de Don Elías, del Chamaco Valdés, del Diablo Echeverri, del Cabezón Espina, del Coto Sierra, de Bam Bam y del Matador. Al rato fueron llamados a almorzar. La cazuela estaba para chuparse los bigotes. Todos aplaudieron a la celebrada mujer e hicieron un brindis por su cumpleaños. A eso de las cinco de la tarde comenzaron a llegar los invitados, y antes de la siete la casa estaba repleta de familiares hambrientos y amigotes con sed. Adultos, jóvenes, adolescentes y niños habían invadido el que hasta entonces le parecía un sitio tranquilo a S***, quien atormentado por los pellizcos, zarandeos, sacudidas, besos y abrazos de sus irrespirables parientes, corrió a esconderse al fondo del patio a un pequeño rincón albergado por una sombría higuera. Largo rato estuvo allí, aguantando el ruido extrapolar que venía desde el patio anterior y las risas coléricas y desagradables de la jarana. Por un momento deseó con todas sus fuerzas que la lluvia aguantada por las nubes de pronto cayera como un diluvio sobre las cabezas satíricas de sus parientes lejanos y los compinches de la casa, y se llevara lejos, muy lejos la fiesta. Pero las nubes, que no tardaron en embriagarse al igual que todos en la verbena, no querían, todavía, dejar caer el chaparrón. Entonces sintió el rechinar de la puerta y el susurro de unos niños que jugaban a esconderse. Eran sus primos, a los que apenas había saludado por cortesía. Uno de ellos, el buscador, lo vio hincado bajo la chumbera y le preguntó si acaso estaba jugando. Este negó con la cabeza, por lo que su intrépido primo paró el juego diciendo –pajarito nuevo la lleva –y S***, acorralado por la presión de la tropa, se vio obligado a jugar con ellos. Así, en medio del gentío festero y el exquisito olor a carne asada que comenzaba a aromar sus narices, S*** comenzó la cuenta bajo un limonero del antejardín, mientras el resto de los muchachos daban rienda suelta a su imaginación y suspicacia en busca del mejor escondite. –Salí –dijo en tono apenas perceptible el tímido muchacho. En vela la noche se pasó volando. La casa era un bullicio tremendo. Todos reían, comían, bebían y cantaban. El trencito zarandeaba los rincones de la casa al ritmo pegajoso de la ranchera y de la cumbia. Entonces comenzaron los espectáculos. Los primeros en salir fueron los niños más pequeños, todos a excepción de S***, quien ya había hecho un esfuerzo sobrehumano para superar la timidez jugando a las escondidas. Su misión, pintados de payaso, era contar chistes vulgares y subidos de tono que ya todo el mundo conocía, pero que de igual forma los seguían haciendo reír. Después los quinceañeros se aventuraron con un baile a lo “New Kids on the block”. Le siguió el show de un matrimonio, quienes imitaron al dúo Pimpinela. Aquello fue lejos lo más cómico de la noche, ver a la pareja, medio en serio medio en broma, revolcarse en el piso tomados de los pelos hizo a Rosa orinarse de la risa. Por último Rolando, que dejó guardados sus ademanes de poeta e hizo salir al hombre espectáculo y transformista que llevaba dentro, junto a uno de sus hermanos, se mandó un montaje a lo Tía Carlina. Ambos aparecieron en el living vestidos de mujer, con enaguas blancas, vestidos floreados, cartera al hombro, calcetines en los senos y pintarrajeados como travestis, coreografiando a Gipsy King. Aquello, más que cómico era chocante, al menos para los niños como S***. El resto de los invitados lo disfrutó y celebraba la gracia azuzando a los bailarines con las palmas. Se divertían bastante. Después vino lo peor. La hora del romanticismo cursi y la melancolía propia de los borrachos que daban discursos inentendibles y poco elocuentes en honor a la festejada. Un llanterío típico de estas fiestas. La batahola era completa. Botellas vacías, rostros apestados, rancios, miasmáticos, odres de cantina. Un vertedero de dipsómanos. Nada de ejemplos, ni mucho menos, valores. Y lo peor de todo, nadie quería irse a dormir, y claro, de haber querido alguien hacerlo, le habría resultado imposible con aquella  loca algarabía. Que siga la fiesta y el despilfarro de los viejos chispos. Papás, tíos, amigos y conocidos agasajando a los niños y adolescentes con dinero. –Tome ahí tiene una luquita, una quina, una gambita,… tome pues, no sea leso, tome, vaya, eso, eso,… saque a bailar a la tía –decían balbuceando y aplaudiendo a destiempo con las manos, mientras sus sobrinos los iban dejando sin niuno en los bolsillos. Hasta S***, aunque no quiso bailar, recibió un pequeño incentivo de su abuelo. Dos Luquitas.  A eso de las dos, y preso de un malestar insoportable se fue a dormir. O al menos a intentarlo. Uno a uno los niños también se iban rindiendo a los brazos de Morfeo,  mientras los adultos seguían comiendo y bebiendo como si el mundo fuese a acabarse. Festejaron hasta altas horas de la madruga. El saldo de la comilona: 8 kilos de costillar de cerdo, 8 kilos de lomo liso, 6 kilos de sobrecostilla, 6 kilos de longaniza, 4 kilos de trutros de pollo, 4 kilos de prieta, 4 kilos de ubre. El saldo de la tomatera: 3 javas de cerveza, 12 botellas de vino, 8 botellas de pisco, 4 botellas de coñac y unas 20 botellas de bebida. Salvo los niños y Begoña, por razones ocultas, no hubo nadie que no se acostara completamente borracho. Hasta las nubes estaban ebrias.

***

A la mañana siguiente, parecía como si un huracán hubiese asolado la casa. Estaba todo desparramado y patas para arriba. Las mujeres, amenazadas por la jaqueca, trataban de recomponer el lugar, mientras los hombres intentaban mejorar la caña bebiendo cerveza con limón y sal. La mayoría se había pasado a vuelta. Rolando encendió el fuego para hacer otro asado. Los niños fueron al patio trasero a jugar a la pelota y las niñas miraban por la tele un reportaje de los Backstreet Boys. El cielo seguía amenazante de lluvia. Pasada una hora la pichanga tuvo que terminar, no por cansancio ni por aburrimiento de los chicos, sino que por un pequeño accidente. Resulta que en un córner, un extraviado y mal ubicado S*** chocó con uno de sus primos mayores y fue a parar de cabeza contra la pared. Resultado: Un tajo, de al menos tres centímetros, en la mollera. Nada serio. No obstante, lo hizo derramar la suficiente sangre para palidecer aún más su blanquecino rostro, e hizo creer a Silene que su sobrino se iba a morir desangrado. Pero no fue así. Nada más tuvo que aguantar un ungüento que le puso su madrina y un leve ardor en la cabeza durante un par de días. No quiso el parche. Se sentaron a la mesa con bríos de boxeador en el décimo quinto asalto. La sangre les espantó hasta las ganas de comer. A eso de las cuatro, las visitas comenzaron a irse. Y por fin, a eso de las cinco, la casa volvió a estar silente. S*** se retrepó en un sillón, algo adolorido por el golpe, pero conforme con su desempeño en el partido. Desde aquel día sintió un extraño apego hacia el deporte rey. Quería jugarlo. No solo leerlo en historietas. En el resto de la casa todos se volcaron a dormir una merecida siesta. El chico se quedó a solas en el living, contemplando un cuadro colgado en la pared, en el que perros, gatos y ratones jugaban a los naipes detrás de una densa cortina de humo. Cosa que le parecía poco menos que descabellada. Y en este punto quisiera detenerme y sugerir a mi leal lector que ponga atención en dicho cuadro. De momento, solo eso, que recuerde al bulldog jugando cartas con una pandilla de ratas.
Dos horas después llegaron Jazmín y Vicente a buscar a sus hijos. Venían en el Renault color blanco de la empresa del padre de S***. Con caras de lasitud, y muy ojerosos por el trasnoche, Rolando y Rosa salieron a recibirlos. Lo mismo hizo Armando, Silene y Begonia, contentos de ver, después de tanto tiempo, a su hermana mayor. El pequeño Joaquín, que ya daba muestras de extrañar a sus padres, en especial a su madre, se abalanzó sobre ella como un canguro dentro de su bolsa. S***, en su habitual humor y de malagana, también los saludó. Rosa preparó la once. Más aletargada que amena. Como de día domingo. Jazmín le obsequió un lindo sweater de lana a su madre. Se sentaron a la mesa. S***, imitando a sus tíos, quiso beberse la leche en el platillo. Hecho que le propinó una severa llamada de atención de su padre y un incómodo malestar a los presentes. En la sobremesa hablaron de temas triviales. El cambio de casa, la escuela, los niños, el trabajo. En este último tema, Vicente puso especial énfasis. La verdad es que aquel hombre moreno, de ondeados cabellos grasos, un poco paticorta y vanidoso, no daba puntada sin hilos como se dice vulgarmente. Es decir, algo se traía entre las manos. Luego de un rato, y con apuro, Vicente se levantó de la mesa –Nos vamos –dijo con tono arbitrario a su esposa –se nos hace tarde –agregó con una sonrisa de agrado a Rosa –va a querer que lo lleve a la pega Don Rolando –preguntó a su suegro –Sí claro, déjame echarme una lavadita respondió este. Los niños se despidieron ceremoniosamente, dando las gracias a su abuela y a sus tíos que  gustosos les decían –pueden venir a vernos cuando quieran, esta es su casa también. Y fumándose un cigarrillo en el marco de la puerta y continuando la conversación de la once, esperaban a que Rolo estuviera listo. –Apúrate hombre –le chicoteaba los caracoles Rosa a su marido, que echándose colonia en la barbilla recién afeitada, salió presuroso del baño. Subieron al auto. Se despidieron haciendo chaos con la mano. Armando les abrió el portón de salida. Se fueron. S*** miraba la nada a través de la ventana. El viaje de vuelta nunca es el mismo. De vez en cuando se palpaba la herida, procurando que no fuera descubierta. Al cabo de un rato, y sumidos en la tragedia del séptimo día, llegaron al lugar de trabajo de Rolando. Se trataba de un enorme sitio donde aparcaban camiones de una antigua empresa de combustibles, en el que había además, una bomba petrolífera que cargaba los camiones que repartían la gasolina a la bencineras de la ciudad. Todo a cargo de la vigilancia de Rolando. El abuelo se despidió de sus nietos, quienes cortésmente le agradecieron el juguete que le compró a cada uno. Luego se alejaron camino a casa. Todavía les quedaba un largo trecho por recorrer. Avenidas enteras en silencio. –No me habías dicho que tú papá se había cambiado de pega –dijo de pronto Vicente, en tono parco, a Jazmín que le respondió secamente –No creí que pudiera ser de tu interés. El estrés del fin de semana la había saturado. De camino a ese lugar desconocido que iba a ser su nueva casa, los niños pequeños iban dormitando. S*** se fue pensando en lo poco que sabía de sus abuelos. Un lomotoro los hizo saltar. Los pequeños abrieron los ojos. Estaban por llegar. Ingresaron a un estrecho pasaje y se detuvieron frente a una rectangular arquitectura de tan solo un piso. Confundidos y ansiosos, sobre todo Joaco, los niños esperaban a que su padre abriera la puerta. Entonces fueron devorados por una cegadora luz azul.