4 de octubre de 2011

SANATORIO SIDERAL





Han pasado algunas semanas desde que fui internado en el centro de rehabilitación. Al parecer estoy muy enfermo. El diagnóstico, según los médicos, una especie de autismo, esquizofrenia indeterminada o algo por el estilo. No sé por qué, pero desde siempre los adultos han tenido esa percepción de mi personalidad, y siempre me han tratado como si fuera un ser de otro planeta, alienado y loco. El selenita me dice que tenga calma, que pronto voy a salir de aquí, que lo único que debo hacer es no hablarles de él.


No es malo estar enfermo –pensaba para sí mismo el zagal en la fría habitación hospitalaria –sobre todo cuando tienes nueve años y todos piensan que serás un futuro Einstein, un Copérnico o un Newton, y en realidad no eres más que un estudiante de tercero básico que supo resolver una multiplicación de centenas mentalmente y aprendió a leer y a escribir solo mirando historietas –reflexionaba desde su solapada inocencia  y su perturbada forma de ser. –No tengo que ir al colegio –decía contento –y todos los que vienen a verme me miman y me atienden con especial celo –le comentaba a su médico de cabecera, una joven y buena moza mujer, en las charlas matutinas –y aunque me tratan como si estuviera convaleciente y aquello me irrita mucho, puedo soportarlo a cambio de dulces, galletas u otras atenciones de mis familiares –sellaba ante la mirada atónita de la Dra. Amapola Ababol.
Para la doctora aquel niño de castaños cabellos rizados, semblante pálido, asustadizos ojos marrones y exigua sonrisa siempre fue un misterio, un extraño caso de enajenación indeterminada que jamás pudo descifrar. Se preocupaba por él hasta el cansancio, casi tanto como su madre, Jazmín, a quien por esos días le había invadido un horrible sentimiento de culpa, y quien, con denuedos de redención no dejaba de consentir en todo a su hijo. A diario lo visitaba y le llevaba nuevas láminas para su álbum de Dragon Ball Z, casettes (que podía oír de cinco a siete de la tarde), revistas, uno que otro libro de cuentos y variadas golosinas. De lunes a sábado, sin falta alguna, se esmeraba por agasajar a su primogénito. Al muchacho no le molestaba, es más, podría decir que en aquel tiempo sintió un cierto dejo de gozo frente a la representación de aquel cuadro, en que su joven madre cargando al bebé en los brazos leía novelas románticas, apostada a los pies de su camilla sosteniendo la tarde entre Corín Tellado y halos de luz de siesta. Los domingos, en cambio, eran caóticos, una decena de familiares que no se soportaban entre sí, y que bien poco querían al muchacho, llegaban en masa al centro de rehabilitación a visitarlo y se emplazaban afuera de su cuarto, en la sala de espera, aparentando estar preocupados por su desequilibrado padecimiento, vociferando y alardeando acerca de sus inermes atenciones para con el niño, que al final del día terminaba hastiado de falsos halagos. Los lunes eran espantosos para su doctora pues todas las mejoras de la semana anterior se iban por un tubo ante el asedio de sus amados feligreses en el día de la santa misa. Amparado por la liga de la justicia. Desde Judas Tadeo hasta Sor Teresa de los Andes. Abatido en su lecho. No comía, no bebía agua y ni siquiera le dirigía escuetas palabras a la doctora o a su madre. Solo encontraba sosiego por las noches, la mayoría de estas en vela, leyendo viejas historietas, dibujando o incluso escribiendo garabatos, cartas sin remedio ni destinatario, quizá para él mismo, carillas llenas de nada que se iban al tacho de la basura noche a noche. Junto a su camastro había una pequeña ventanilla que daba hacia la ladera del cerro. Hogar de fieras, ermitaños, funiculares y la estatua de la madre y patrona de los devotos. Algunas noches podía ver la luna asomarse tras de ella. Esas noches no dormía. Una sensación extraña lo embargaba, su destello menguante lo cegaba, mientras el revoloteo silencioso de las polillas que se golpeaban contra los cristales de las farolas del parque le resonaba como el bombo de la barra brava en el estadio. Esas noches sentía como si la luna lo viera, como si la cara que se trasluce en ella quisiera obsequiarle algunas palabras, o contarle algo, un secreto del que no se podía dar por enterado, quien sabe porque motivos. 
No recordaba cómo ni por qué había llegado hasta el centro de rehabilitación, recinto hospitalario o sanatorio mental. Ni siquiera sabía de qué debía mejorarse. No presentaba dolores y casi nunca se quejaba. No tuvo, durante un tiempo, noción de los días ni las noches. Solo sabía que estaba gravemente enfermo, y que una mañana cualquiera (Creo que fue en el mes de Febrero) se despertó en dicha cama. Al volver en sí, el muchacho solo vio el apacible rostro de la Dra. Amapola. Un poco de sosiego lo abrumó. Desde siempre se sintió a gusto con ella. Y pese a la diferencia de edad, creía que en un futuro no muy lejano ambos podrían hacer una buena pareja, aún considerando que ella era veintitantos años mayor que él. Sin embargo S***, en su inconsciente delirio, siempre supo que aquella mujer de mirada dulce, sonrisa casta, mejillas sonrojadas y labios color carmesí estaba locamente enamorada de un hombre que por desgracia, no la correspondía. Sentía lo mismo pena que desilusión. Sentimiento compartido por Amapola hacia su extraño paciente. Quizá por eso, aunque él hubiese estado en la perfumada edad de la adolescencia y ella en la marchita flor de la menopausia habría querido compartir el cariño que aquel hombre, doctor del mismo hospital, torpe y tozudo, de cabello ceniciento y bigote bien concernido bajo sus narices, le negaba.
Una de esas tantas noches en las que no podía juntar ni media pestaña, el chaval encendió la lámpara del velador y sacó su breviario. Sentía enormes deseos de escribir, de llenar y llenar montones de cuartillas por ambos lados con sus atragantadas e impúdicas palabras. ¿De dónde surge esa filia? Existen dos teorías, al menos así lo planteo yo, el autor de este naciente relato: La primera, la del poeta que conoció el día en que su padre lo llevó a un popular bar del barrio Mapocho; la segunda, es difícil de mencionar pues aún para el incipiente narrador de esta historia, está un tanto borrosa, un poco perdida en medio de la densa niebla de su menesteroso juicio. Lo cierto es que entonces trató de escribir un cuento o algo así. Se trataba de las aventuras de un pequeño niño de unos cinco años, próximo a cumplir los seis, que tenía dos mascotas: Sultán, su fiel perro compañero, y Suertudo, su afortunado gato agreste. Al cabo de unos cuantos párrafos se dio cuenta que dicho niño era él, entonces decidió abandonar la historia. No por menospreciar sus colosales epopeyas sino, porque pensaba que debía escribir historias mucho más fantásticas que el frustrado baño de su gato en la lavadora. Pero nada, decididamente nada más se le ocurría. Y si bien, es cierto que la imaginación de un niño es hercúlea, hay veces en que esta vive presa de la realidad, del hastío, de la certidumbre y los días sin asombro. Cerrados los ojos y arrojados al tacho los manuscritos volvió a empezar. Tomó papel y lápiz e intentó narrar algo original. Turbado, enredado, escéptico, queriendo justificarlo todo, tratando de darle un sentido, una coherencia, un fin a la búsqueda despreciable, un motivo en cuestión. Basado en el esquema clásico esto sería: un inicio, un desarrollo y un desenlace. Sencillo como un anillo. Y si él quería escribir su propia historia, ésta no tendría un desenlace, porque cómo el chico iba a saber cuál sería su final. Ni oráculo ni pitonisa que lo presagiase. A veces pensaba algo similar con la creación del universo –Cómo puede ser infinito si su creación ha durado tan solo una semana, y Dios se dio maña incluso de descansar en el séptimo día, es decir, el universo no puede ser infinito pues su creación tuvo un principio, un desarrollo y un fin, que es lo que deben tener los cuentos que quiero escribir, y lo que debiera tener cualquier otro que ya haya sido escrito –se decía en aquellas tardes interminables de otoño desierto. Sin embargo, los cuentos que a su corta edad había leído, no acababan – ¿O sea que Perico, luego de trepar por Chile no va a hacer nada más? Es absurdo. Ahora debe recorrer el mundo. Y Julio Verne debe visitar otras galaxias o viajar a través del tiempo luego de haber llegado hasta el centro de la tierra y haber navegado mil leguas de aguas submarinas –deliraba, deliraba.
Otra noche, blanca noche de andariegos lobos, en la que no hubo luna en ninguno de los rincones de la bóveda celeste, vio morir una estrella. La vio desfallecer en medio de Ofiuco. Entre Escorpión y Sagitario atenuó su fulgor agonizante. Lloró largas horas sin hacer ruido. Con sollozos mudos. Desconsolado y triste, y con ello se entienda su monumental pena. Sin lágrimas y ya más calmo se dijo –es cierto, solo hay algo que es seguro, y eso ha de ser la muerte… Pero qué difícil es para un mocoso como yo hablar de eso, por ello prefiero dar la razón a Papelucho: y si un día como Ella yo también muero, tampoco quiero que lloren por mí, porque a lo mejor también me voy al cielo –y al decir esto volvió a sentir un enorme pesar –Pero qué hay de esa estrella –se preguntaba contrariado, tomándose los cabellos –A dónde va a parar, a dónde, a dónde si el cielo era su castillo. El niño cogió una hoja en blanco y comenzó a dibujar el firmamento nocturno. Y con la precisión exacta de la Uranometría retrató al verdugo de Orión y su estrella Antares, junto a ella, un destello ambarino fulminante que llamó Eos, la estrella que apagó su brillo. Y curiosamente aquel fue el título de uno de los últimos cuentos que escribió ya entrado en edad.

“Cierto día el Selenita me dijo que los hombres morían, y que para que vivir eternamente era preciso, humana y sideralmente preciso, contar sus historias. Porque claro, nacemos en el vientre de nuestras madres, eso me lo explicó mi profesora, y no me cabe la menor duda de que así sea pues todavía no he visto a nadie salir de la tierra, y mucho menos he visto a un padre dar a luz un hijo. Ni siquiera en la luna. Pero creo que no mueren el día en que sus corazones dejan de latir, ni mucho menos el día en que sus huesos se hacen cal entre las hormigas. Creo, aunque no estoy muy seguro, que mueren el día en que sus historias dejan de ser contadas. Sin embargo, jamás se me pasó por la cabeza que una estrella pudiese morir”.

Además de la alienación, el chiquillo debía lidiar con una enrevesada memoria. Su cabeza estaba llena de imágenes confusas y recuerdos atorados. La Dra. Ababol trataba por todos los medios de sacarlo de los delirios, pero el niño no daba muestras de mejoría. Por otro lado, las visitas ya no lo complacían, ni lo divertían, en realidad nunca se sintió a gusto con la habitación llena de gentes cínicas que lo miraban con aparente tristeza. Prefería que nadie fuese a verlo, prefería estar solo, completamente solo. No sabía cuánto tiempo llevaba enclaustrado en aquel manicomio. Había perdido la sensatez de las horas, los días, las semanas. –Quizá llevo meses, años o siglos –se decía en el letargo de sus noches eternas –Lo único cierto es que el frío está calando los huesos. Imagino que es Junio o fines de mayo y que la gente empezará a morir congelada en las calles.
Al cuarto mes de estar internado en el centro hospitalario, la Dra. Amapola comenzó a desesperarse. Las terapias no estaban dando resultados. No existía mejora alguna en la conducta de S***, quien seguía manteniendo diálogos secretos y callados coloquios con seres de otras galaxias. ¿Cómo alejar todas esas cavilaciones de una vez por todas? ¿Las sombras y las alucinaciones? –Se preguntaba incansablemente viendo la cara de un paliducho y ojeroso niño, aparentemente enfermo. De pronto el hombre tozudo y torpe se aventuró con la cura –Electroshock –le dijo a sus colegas –y barrido y ordenamiento de los recuerdos. En un principio la Dra. Amapola se opuso terminantemente a aquella disposición médica, pues apenas se trataba de un niño de nueve años, pero sabía que no había mucho más por hacer. Y por otra parte le era imposible decirle que no a aquel hombre que la hacía suspirar en orgasmos de placer y lágrimas, ocultos en un cuartucho de hotel de cuarta categoría al cambio de turno. –El niño ha rechazado los neurolépticos y los psicotrópicos, y ningún modelo de terapia cognitiva lo está ayudando –diagnosticaba el hombre del bigote –sigue teniendo alucinaciones y habla solo por las noches. Y las cosas que escribe: “El selenita dice que saldré pronto...”, El selenita aquí y el selenita allá –bramaba exasperado –solo queda la esperanza de los choques eléctricos –sentenció con la mirada fría y malévola de quien jamás ha velado por sus enfermos. Por lo que una fría mañana de casi mediados de mayo, su madre, llorando desconsolada y pidiendo clemencia a los matasanos, tuvo que firmar la autorización para que su hijo fuese sometido a vejaciones y arbitrariedades de siglos remotos y golpes dieléctricos. Dos semanas después, como si nada hubiese pasado y habiendo reaccionado positivamente al tratamiento, S*** fue dado de alta y pudo dejar el sanatorio.

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