No sé por qué estuve encerrado tanto tiempo en el sanatorio. Los adultos dicen que estoy mal de la cabeza. Murmuran y cuchichean a mis espaldas. No me importa. Solo espero no tener que volver allí.
Una mañana en que cayeron las últimas hojas de un otoño que se despedía con árboles secos y vientos gélidos, su madre lo fue a buscar al centro para llevarlo de regreso a casa. Hacía mucho frío en Santiago. Anduvieron en una oxidada micro de color amarillo por el centro de la ciudad. Un vendedor de golosinas se subió al autobús repleto de gentes agobiadas por el horario de trabajo. El niño le pidió un chocolate a su madre, quien accedió de buenas ganas sin preguntar a su chauchero antes. Al rato de andar llegaron al lado Norte de la metrópoli, que es donde el protagonista de este relato vive junto a sus padres y sus dos hermanos menores. Allí, a modo de flashes comenzó a repasar algunas imágenes, todas borrosas y confusas, de un verano que no lo dejó jugar a la pelota ni chapotear en los grifos junto a los otros niños del block 20. Sin embargo, en medio de las nebulosas de su subconsciente podía diferenciar una figura, una silueta que iba y venía por las grietas de su memoria, más no supo atender a qué se debía ni mucho menos, saber de quien se trataba.
Pasaron a comprar un tarro de duraznos en conserva al almacén de la esquina. En casa los esperaban con el almuerzo listo. Sin decir ninguna palabra recorrieron toda la calleja de los blocks del Johnny cien pesos, subieron por la escala, caminaron a través del largo pasillo y pararon en la mitad de este. De pronto el niño calló al mutismo –Mamá prometo no volver a portarme mal,… pero no me vuelvas a llevar a ese lugar –dijo con voz aguda, y como sabiendo el efecto que tendrían sus inocentes palabras. Su madre se mordió los labios e intentó ahogar el llanto. No pudo, sus ojos se cristalizaban cuando le metía la llave a la chapa de la puerta. Entraron al pequeño departamento. Adentro, todo parecía peculiarmente distinto. La pequeña sala de estar estaba repleta de cajas embaladas. Aquello parecía una mudanza. Y lo era. El llenó la sala de morbosas miradas –Nos vamos a cambiar de casa –dijo su madre, ya más tranquila, que veía en él la cara de extravío. –A una más grande, con una pieza para ti –dijo su hermano pequeño que se abalanzaba hacia ellos desde la cocina, ciñendo alegre los brazos a la cintura del muchacho, que lo apartaba con un esquivo gesto.
Al almuerzo comieron el plato favorito del dado de alta, pescado frito con ensalada a la chilena y de postre duraznos con crema. Su madre seguía consintiéndolo. A ratos, mientras le quitaba las espinas a la merluza frita, le echaba unas miradas lastimeras como esas que se le echan a quien está desahuciado o moribundo, lo que hacía refulgir las dudas en el chico. –Será que me voy a morir –se preguntaba a sí mismo –Bueno… Qué más da, acaso todos, no nos estamos muriendo –se respondía en silencio. Luego de almorzar hicieron un rato la sobremesa. –Volverás a la escuela el lunes –le dijo su padre con aires de autoritarismo –ya hablé con el director y con tu profesora jefe –y volteándose hacia su esposa decía –no va a tener que perder el año –y luego de beber un sorbete de vino sentenciaba –en el colegio no quieren perder a su mejor alumno –mientras Jazmín, risueña, le tomaba la mano a su hijo diciéndole –no te pone contento eso, volverás a ver a tus compañeros. Pero al muchacho le importaba un bledo aquello. Al rato se levantaron. S*** ayudó a recoger los platos y luego subió a su habitación. En ella al igual que en el resto de la casa todo estaba embalado y empacado. La mudanza iba a ser muy pronto. Su madre había organizado las cajas meticulosamente con etiquetas, en ellas, ordenadamente iba colocando las cosas personales de su hijo. Libros, juguetes, ropa, cassettes, VHS. En una pila de ellas había una caja que decía REVISTAS. La abrió. Se recostó un rato sobre la cama y comenzó a hojear algunas de sus viejas historietas. Se detuvo en uno de sus números favoritos. “Solo contra el mundo”, así se llama el capítulo en el que Pirulete, capitán y goleador del equipo favorito de los niños, se tiene que enfrentar solo contra un equipo de once troncos. Finalmente, y como en casi toda la cuarta época, Barrabases gana el encuentro, y lo más increíble es uno de los goles de la victoria, en que el delantero estrella manda un centro desde el córner y es él mismo quien lo cabecea. A veces, el zagal, se sentía como él en ese episodio. Solo. Solo contra el mundo. Claro está, él no es tan bueno como la representación de un fuera de serie como Raúl Toro y siempre se identificó mucho más con la figura de Enrique Sorrel, el wing o alero derecho, más conocido como Torito, el número 7 del equipo rojo.
"S*** estuvo un total de cuatro meses y dos semanas en el sanatorio sideral. Al parecer está curado. Aunque no me aventuro a afirmarlo. De igual modo, no creo que el chico haya estado enfermo. Creo que ellos, los matarifes y el resto de las personas, son los insanos".
"S*** estuvo un total de cuatro meses y dos semanas en el sanatorio sideral. Al parecer está curado. Aunque no me aventuro a afirmarlo. De igual modo, no creo que el chico haya estado enfermo. Creo que ellos, los matarifes y el resto de las personas, son los insanos".
Comenzaba a atardecer. Se asomó por la ventana de su cuarto, con un dejo de cierta nostalgia. Corría un viento de puta madre a esa hora. El frío afilaba sus garras las últimas semanas del otoño ya completamente desnudo. No sabía a qué se debía, pero se había apoderado de él una extraña melancolía. Debía estar contento. En la nueva casa habían tres habitaciones, y él por ser el mayor tendría la suya propia, además de un enorme patio donde podría practicar sus tiros libres. Si hasta le habían prometido tener una mascota, algo que deseaba desde siempre.
Era la hora de la siesta, y aprovechando que en casa todos dormían, se pasó al techo de la cocina que colindaba con su ventana, y al que solía subirse en las noches de estío. Se arrellanó sobre la pared de maciza. Se quedó allí durante largo rato, mirando la tarde, los techos de zinc y el incendio crepuscular de la población. De pronto palpó con la mano un objeto, era un atezado botón. Se quedó observándolo con minucia, le parecía muy familiar, más no podía recordar nada relacionado con el rotundo cuerpo. Lo puso en su bolsillo, para dejarlo luego en la cajilla de madera donde solía guardar sus tesoros. Entre ellos, la canica de piedra que su abuela encontró el día que su madre lo dio a luz. El cielo estaba ardiendo. Atardecía en la calleja y él chico seguía sobre los tejados. Temblaban las ramas secas de los árboles. El arrebol se dibujaba con asombro. Allí estuvo hasta el filo de la negrura, hasta que aparecieron las manchas celestes y los candiles azafranes iluminaron el lado norte de la ciudad. En eso apareció la luna llena, henchida de un vigor irreprochable. La niebla y el escepticismo también se dejaron ver. Otra vez aquella borrosa silueta que iba y venía ensombreciendo su cabeza como Nicte a Hemera, mientras el satélite alumbraba con su azafranado brillo desde arriba, estático, dando vida a un paisaje perfectamente dibujado. Se quedó largo rato mirándolo, más bien mirándola. Al cabo de unos minutos cayó en cuenta de su tribulación. De su error. Aquel paisaje no era tan perfecto. El pintor, el pintor había olvidado un trazo. A la luna, sí, a esa, a esa luna, le faltaba un pedazo, quizá el mismo que le faltaba a su vida en aquel instante.
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